Mayores con reparos (entrañable cine de San Miguel)


Cuando se cerró el cine viejo de Villablino, nuestras tardes de Domingo se hicieron insufribles sin las películas de Charlot, el Gordo y el Flaco con su humor absurdo y trepidante de cómicos disparatados. Esta situación duró hasta que en San Miguel se improvisó un cine en un salón alargado lleno de bancos de madera sin respaldo, usando una pared como pantalla y un proyector ambulante de 16mm. La pared no era plana y las imágenes se deformaban al ir cambiando de posición en la pantalla, de manera que los actores guapos parecían feos y los feos horrorosos. Su lámpara estaba tan exhausta, que a duras penas conseguíamos discernir en la pared donde acababan las montañas y donde comenzaba el cielo. El proyector era un chisporroteo de ruidos que producían el motor, el ventilador, el obturador y las bobinas, que traqueteaban en sus ejes como ruedas de carro mal engrasadas. Cuando te sentabas al lado del proyector, sabías que no te enterarías si el espadachín había pedido a la dama “Perdón” o simplemente la había llamado pendón. Era tan importante conseguir un buen sitio lejos de aquel artefacto, que hacíamos cola con más de una hora de antelación, aguardando en tensión el momento en que abrieran la puerta para salir disparados en todas direcciones, esperando que alguno de los amigos consiguiéramos hacernos con un banco bien situado. El que lo conseguía se sentaba en el centro, con los brazos extendidos, y urgía a los amigos que se apresuraran a llegar para defender el banco contra algún competidor grandullón. Adrenalina y angustia a tope antes que comenzaran las persecuciones y otros lances en la pantalla. Media hora antes de comenzar la proyección, los bancos estaban llenos a rebosar y nosotros como piojos entre costuras. Aunque el local no tenía calefacción y afuera empezaba a helar, sudábamos a chorros y en el ambiente se extendía el olor a tigre, mientras el suelo empezaba a crujir por las cáscaras de pipas. Cuando la película comenzaba, se instalaba un silencio razonable hasta la primera persecución a caballo, en que todos animábamos al “bueno” a escapar de sus perseguidores. En el momento más emocionante solía romperse la película de tan ajada como estaba y los jaleos al protagonista se trocaban en silbidos al operador que se afanaba, nervioso, empalmando el film con acetona. Terminada la reparación, los pitos se convertían en aplausos al técnico y la historia retornaba a fluir sobre la pared. En ocasiones señaladas, se aprovechaba el descanso obligado del cambio de bobinas para vender boletos de una cesta de Navidad, que se rifaría en el último parón, cuando los pies ya no tocaban el suelo de tantas cáscaras de pipas como lo cubrían y el culo nos dolía. Había días que parecía imposible terminar de ver la película con tanta interrupción. En vez de una sesión de cine relajada, aquello tenía algo de épico. La lucha por el banco; el esfuerzo por distinguir en aquella pantalla borrosa y polvorienta lo que estaba pasando; el ejercicio mental intenso para separar el ruido del proyector de los sonidos carrasposos que emitían los altavoces y, sobre todo, el esfuerzo que había que hacer para remansar la emoción y la impaciencia durante las interrupciones, se convertía en una tarea heroica. Pero todos los días superábamos aquella esforzada prueba con nota y cuando aparecía la palabra FIN, nos invadía una sensación de desconsuelo porque todo había terminado. A pesar del dolor de culo, aún estábamos dispuestos a prolongar la experiencia varias horas más, aunque fuera a costa de interminables interrupciones. A la salida recogíamos los sugerentes carteles de mano que anunciaban la película del domingo siguiente y que nos mantendría con el ánimo en ascuas toda la semana. Volvíamos a casa en grupo por la carretera, caminando sin prisa, ya de noche y con la moquita cayéndonos de la nariz, comentando los lances de lo que habíamos visto y protagonizado en la lucha por el asiento y discutiendo de qué podía tratar la aventura del próximo domingo a partir de lo que a cada uno nos sugería el cartel de mano. Aquello duró hasta que empezó a funcionar el nuevo cine. Butacas tapizadas, entradas numeradas, acomodadores con linterna, pantalla enorme y luminosa, películas en tecnicolor que, después del preceptivo NODO y su descanso, se veían de un tirón. Salías del cine con el culo tan fresco. No había que sufrir las tediosas rifas ni era necesario entrar al galope para coger sitio, pero (siempre hay un pero), el precio de las entradas subió y se perdió el componente de aventura que suponía participar tan activamente en la fiesta del cine en aquel entrañable cine de San Miguel. A los nostálgicos de aquella acción dentro de la acción, solo nos quedaba el gallinero como único reducto para rebeldes, dentro de un cine nuevo en el que todo era orden, comodidad y pulcritud. Yo echaba de menos la escaramuza semanal para hacerse con un sitio en los bancos de áspera madera, en aquel cine de barrio tan singular y salvaje. Ahora, el único riesgo que corríamos era ser arrojados al fuego eterno si nos atrevíamos a ver películas que don Gildo hubiera calificado en el tablón de la parroquia como “3R Mayores con reparos”. La gata sobre el tejado de cinc, batió todos los record de asistencia por el 3R que le asignó don Gildo.

Carteles de las sesiones del cine GEYMA de la historia, que se proyectaban en la Sala de Fiestas Baltimore. Calendario.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Imagen tomada de: perropuka.blogspot.com. Imagen de cierre: gentileza de Mercedes Cachafeiro Gil.

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

4 pensamientos en “Mayores con reparos (entrañable cine de San Miguel)

  1. Recuerdo esas sesiones de cine en San Miguel, yo vivía enfrente. Era en la Sala de Fiestas Baltimore del abuelo de Paco y Mercedes Cachafeiro. Cuando se inauguró el cine nuevo, yo ya no estaba en Laciana, volví unos años después antes de partir definitivamente hasta Valladolid donde resido. Recuerdo también, por los años 63 y 64 sesiones de cine en el salón del palacio de Orallo, con máquina de Super-8 que daban los hermanos Benito y Moña de Villager. Qué tiempos!

  2. En Villager, en los años 60 y, en un pajar de Benjamín, «el alcalde», acondicionado al efecto; Benito, Moña y su padre amenizaban las tardes de sábado y domingo proyectándonos alguna película en blanco y negro. La pantalla era una sábana y el proyecyor Super 8 emitía un ruido monocorde y molesto. Los bancos delanteros no tenían respaldos y eran el aposento de la chavalería, mientras que los de atrás tenían respaldo y eran ocupados por la juventud y demás gente de orden. No era infrecuente que en medio de la película se escuchara un estruendo mayúsculo. La muchachada había tirado un banco llevados por la emoción y el nerviosismo al ver que el malo estaba alcanzando al bueno.
    También eran frecuentes los cortes, que las hábiles manos de Moña o Benito solucionaban en un periquete. Recuerdo que el precio para la chavalería era de 1 peseta.
    Al llegar la adolescencia nos acercábamos a Villablino al cine de D Gerardo, los domingos, a la sesión infantil, que era a las 4 de la tarde. El cambio era abismal, pero también lo era el precio.

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