El lobo (el miedo ancestral)

La primera vez que yo oí la palabra lobo, fue después de haberme dado un atracón de la tranquilizante leche de la teta de mi madre y cuando hacía esfuerzos por mantener los ojos abiertos para seguir conectado a aquel mundo de caras y sonidos que tanto me subyugaba. Fue entonces cuando oí por primera vez aquella nana cadenciosa en la que mi madre me hablaba del lobo con cariño, invitándome a dormir mientras me hipnotizaba con los cinco dedos de la mano, moviéndolos acompasadamente delante de unos ojos que querían seguir mirando mientras el estómago mandaba señales inequívocas de que era la hora de que se cerraran

Cinco lobitos tenía la loba,
Cinco lobitos detrás de la escoba
Cinco lavó, cinco peinó
Y todos ellos al colegio mandó.

Pocos años más tarde, cuando mis ojos apenan sobrepasaban la altura de la mesa de la cocina, raro era el día que no oíamos hablar del lobo. O se trataba de historias que habían pasado y se rememoraban a menudo o eran cuentos que tenían por protagonista al lobo. O cuando el lobo mataba alguna oveja del rebaño de Vegarienza o de los pueblos próximos.

Las historias y cuentos eran inevitables, porque las noches del invierno eran largas y había que entretenerse y si, de paso, los mayores podían tomarnos el pelo a los críos metiéndonos miedo con el lobo, mejor.

Mi abuelo, Emilio de la Calzada, contaba cada poco un cuento de lobos que yo no entendía muy bien. Era así

Decía que dos hombres caminaban de noche por el camino del Valle Gordo abajo mientras caía una gran nevada. Al pasar cerca de la ermita de Posada, el pueblo donde nació, vieron que varios lobos les seguían y que cada vez se les acercaban más. Cuando ya estaban a punto de comérselos, llegaron a las primeras casas de Posada y los lobos dejaron de seguirles. Entraron en la cantina que tenía en Posada el padre de mi abuelo y, después de unos cuantos vasos de vino y recuperado el valor, se les soltó la lengua y el más fanfarrón de los dos se reía de su compañero de viaje contándoles a los parroquianos

Este – dijo señalando a su compañero – púsose, púsose, blanco como la cera.

Y tú, ¿cómo te pusiste? – le preguntó, a su vez un parroquiano. A lo que el fanfarrón contestó, después de pensárselo un poco

No sé, porque como ayou no me viei (yo no me veía)– terminaba el abuelo a carcajadas.

Acto seguido, me mandaban a la cama y yo seguía dándole vueltas al cuento, imaginándome a los dos hombres con los lobos detrás acercándoseles cada vez más.

Otra historia parecida era la que contaban le había pasado al tío Eliezar, cuando iba con sus bueyes tirando del carro a buscar género para su comercio de Posada. La zona de Barrio La Puente, en el Valle Gordo, tenía fama de estar muy concurrida de lobos en el invierno. Había caído una gran nevada, y al pasar por allí el tío Eliezar vio, con gran susto, que le seguían varios lobos que cada vez se acercaban más al carro, seguramente con la intención de comerse a los bueyes y, si se terciaba, al tío Eliezar también. Después de mucho persignarse y ver que los lobos estaban cada vez más cerca, se le ocurrió echarles trozos de la merienda que llevaba para el camino. Cada vez que les tiraba algo de comida, los lobos se peleaban por ver quién se la comía y así les entretuvo, una vez tras otra. Cuando ya no le quedaba merienda, les tiró la fardela y se puso a rezar convencido de que aquel era el último viaje que hacía. Afortunadamente ya se veían las casa de Marzán y los lobos se dieron la vuelta. Pasó hambre, pero se libró de una buena. A saber cómo llevaría los calzoncillos, pensaba yo. Y a saber qué habría pasado si la tía Chon no le hubiera puesto merienda para el camino.

Una historia cierta que también me impresionaba mucho, era lo que le pasó en Sosas del Cumbral a la burra de Benedito, un familiar de los abuelos. Decían que había ido con la burra a por verde (hierba tierna para el ganado) al prado de Vegarrriondas. Dejó la burra atada a un árbol, entró en el prado y se fue a segar al lado del río. Al cabo de un rato, oyó que la burra ronaba (rebuznaba) y le gritó

Ay que ver con la burra. ¡Calla coño!, ronas como si te estuviesen comiendo los lobos – y siguió segando

Cuando terminó, se echó el saco al hombro y se acercó donde la burra. La encontró agonizante, con grandes dentelladas en el cuello y que le faltaban trozos de carne. Tiró el saco al suelo y, levantando los brazos furioso, gritó como esperando que los lobos le oyeran

Desgraciaos, muertos de hambre, me habéis dejao a pata – en una muestra de falta total de compasión por la burra que, tantas veces, le había llevado de un lado para otro y ayudado en su trabajo a lo largo de un montón de años

Dicen que al día siguiente, cuando mi tío Aecio le vio montado en otra burra que le habían prestado, le preguntó con su sorna habitual

Benedito, ¿no será esa la burra que te comieron los lobos? – y se desternillaba de risa

Calla, calla – le contestó Benedito furioso – que te doy con la cachaba

Esta historia que contaban más bien por la gracia que les hacía, a mí me hacía pensar en el lobo y cómo seria de fiero, que era capaz de comerse una burra en un momento, incluso estando el dueño cerca.

Sin ir tan atrás en el tiempo, también mi tío Emilio tuvo su historia con los lobos. Parece que había fiesta en el pueblo de Manzaneda y los mozos de Sosas decidieron ir iniciando el camino a media tarde. Mi tío Emilio tuvo que ir a buscar las vacas y, cuando terminó, ya hacía rato que los mozos se habían ido. Comió algo, cogió una cachaba y se marchó camino abajo él solo, decidido a no perderse la fiesta. Cuando iba a la altura del río Rugis, oyó ruido detrás de él y, al volverse, vio que varios lobos iban detrás de él, caminando en fila india a ambos lados del camino, sin prisa y esperando que él tropezase y, ya en el suelo, echársele encima y comérselo en un santiamén. Dio un respingo y empezó a hacerse el valiente golpeando con la cachaba en el suelo y sacudiendo golpes a cada piedra que encontraba en el camino. Cuando llegó a Manzaneda y encontró a sus amigos, se desmayó de tanto miedo como había pasado. Yo me imaginaba en su pellejo y se me ponían los pelos de punta.

Así como en mi época jugábamos a policías y ladrones, mi madre me cuenta que ellos tenían tan metido en el cuerpo el concepto del lobo fuerte y fiero que, en los recreos en la escuela de Sosas, jugaban a los lobos y las ovejas corriendo por las peñas. El paralelismo eran los policías y los lobos como dominadores y los ladrones y las ovejas los sujetos pacientes de sus acciones.

Miedo le teníamos a algunos bichos, siendo la culebra quien se llevaba la palma, aunque solo estábamos alerta dentro del río. Y al tío del saco y al sacauntos (a veces le decían sacamantecas) que podían aparecer cualquier día cuando estuviéramos con las vacas, aunque no supiéramos de ningún caso acaecido por allí cerca. Pero el lobo tenía una presencia casi permanente en nuestras vidas y sabíamos que era real.

Sin duda, el lobo era un animal feroz y dañino y en el ambiente se notaba la inquina que se le tenía, y estaba bien visto perseguirlos y darles caza para que no se comiesen las ovejas. Tanto es así que, de tiempo en tiempo, aparecía por el pueblo algún hombre que había cazado un lobo. Lo exhibía de casa en casa para que le premiaran con algún dinero y, en la taberna de Selima, los parroquianos le invitaban a unos tragos y le jaleaban mientras él les contaba cómo había sido la caza del lobo, que había dejado a la puerta de la cantina. Los chavales nos acercábamos, temerosos, a una prudente distancia del cuerpo del lobo que, como ya estaba algo tieso, enseñaba todos los dientes y tenía el pelo de punta. Comentábamos lo grandes que eran los dientes y señalábamos por donde creíamos que le habían entrado las postas del disparo del cazador. Automaticamente, se convertía en el tema de conversación de los días siguientes.

Raro era el año que los lobos no se comían alguna oveja del pueblo. Era el enemigo a exterminar y todos los inviernos se intentaba acabar con alguno. Cuando había una nevada grande tenía lugar el acecho del lobo. Yo participé, mejor sería decir que presencié excitado y temeroso, en alguno en los acechos en que solían estar mi tío Pepe, el primo Julio y Genaro el del herrero.

El acecho tenía lugar en la cocina vieja de la casa. En aquella época del año se hacía fuego todas las noches para que el humo y el frío curasen los chorizos, las morcillas y los jamones que colgaban del techo y era el lugar de reunión. La cocina tenía un ventanuco que daba a la carretera desde el que se podía ver la era, el pajar de Urbano y la cuesta de la Era Vieja.

Era una época en que el ganado no salía al campo por culpa de la nieve. Eso significaba que los lobos estaban hambrientos y podían llegar a merodear por las proximidades de las casas buscando algo que comer. Los días que iba a haber luna llena, a última hora de la tarde los cazadores cogían unas vísceras y recorrían la cuesta y la era dejando un rastro de sangre para que su olor llamara la atención de los lobos y los condujera a la pared de la cocina vieja, donde habían clavado las vísceras con un palo.

Después de cenar, cogían la escopeta cargada con cartuchos de postas y se ponían en la cocina vieja a hablar en susurros y a jugar a las cartas. Por turnos vigilaban por el ventanuco. La luz de la luna y la blancura de la nieve hacía que pareciese casi de día. Si el lobo apareciera, su pelo oscuro haría que se dibujase con nitidez sobre la nieve y sería un buen blanco. A través del ventanuco le dispararían tan pronto estuviera a tiro.

Yo escuchaba las historias de lobos que contaban y, poniéndome de puntillas, miraba por el ventanuco por detrás de la cabeza del vigilante de turno. Mi impaciencia crecía por momentos, pensando que de un momento a otro aparecería el lobo.

Lo malo era que a las once me mandaban a la cama por mucho que protestara. Me acostaba vestido por si se escuchaban los tiros y no quería perder un segundo vistiéndome antes de bajar a la cocina vieja. Impepinablemente, esas noches soñaba con los lobos. Por la mañana me despertaba desilusionado por no haber oído el trueno de la escopeta y esperaba a que tío Pepe se levantara para preguntarle.

A pesar de la emoción que yo le ponía en cada acecho, el lobo nunca se presentó. Pero a mí, aquellas esperas me metían más en el cuerpo la aversión hacia el lobo. El lobo en singular, ya que hasta que vi a Félix Rodríguez de la Fuente hablando de las manadas de lobos, siempre me imaginaba encontrándome con un lobo solitario. Uno solo, pero tremendamente fuerte y fiero.

A ese convencimiento de su poder y ferocidad ayudaron mucho los rebaños trashumantes con cientos de ovejas que pasaban todos los años por Vega. En primavera iban hacía el norte y en otoño hacia el sur. Era un auténtico espectáculo que nos entretenía unas cuantas semanas al año. Lo que más me impresionaba eran los enormes perros mastines, con tremendos espolones, que los pastores llevaban para defender las ovejas del lobo. Llevaban unos collares de cuero erizados de puntas, que llamaban carrancas, para que el lobo no pudiera morderles en el cuello y matarles.

Que aquellos mastines, casi tan grandes como un burro, tuvieran que protegerse de aquella manera del lobo, me hacía pensar que el lobo tenía que ser necesariamente muy feroz.

Por culpa del lobo yo pasé mucho miedo. Pero nunca como cuando tuve que ir, con seis o siete años, a cobrar la renta de unas tierras de mi abuelo a Sosas. Iba con la burra por aquel camino tan estrecho, bordeado de árboles y sin cruzarme con un alma, mirando a un lado y a otro del camino y aguzando el oído. Me iba convenciendo que, si salía el lobo, primero empezaría a comerse la burra y, entretanto, yo podría escaparme. Pero no estaba muy seguro de poder correr hasta el primer pueblo antes de que el lobo me alcanzara o que no se me aflojarían las piernas y, entonces, me sería imposible moverme. Cuando pasé por delante del prado de Vegarriondas me acordé de la burra de Benedito y se me pusieron los pelos de punta. Menos mal que enseguida empecé a ver las casas de Sosas y el vello se me volvió a asentar. A la vuelta, la burra iba con tanta prisa para ver al borriquín que habíamos dejado en Vega, que no tuve casi tiempo de pensar en el lobo, ocupado en frenar a la burra, equilibrar las quilmas en las que llevaba el centeno de la renta y en no caerme al suelo con aquel trote alocado (ver post El Milagro).

A pesar de aquel miedo profundo e irracional, pasaron los años sin ver un lobo cerca de mí, salvo aquellos que los cazadores exhibían ya bien muertos. Pero todo nos lo recordaba y, sobre todo, lo que llamaban ciscos de lobo. Eran unas bolitas oscuras que encontrábamos por el campo y que, al abrirlas, soltaban un olor asqueroso y un polvillo que manchaba los dedos. Sabíamos que no tenían nada que ver con el lobo, pero era suficiente verlos para acordarnos de la bestia.

Pero un día, sin yo saberlo, llegó el momento en que el lobo se cruzaría en mi vida.

En Vega, todos los vecinos tenían algunas ovejas. Aprovechaban la lana para tejer prendas de vestir y para renovar los colchones, hacían quesos con la leche y vendían los corderillos que nacían. Eran pocas las ovejas en cada casa como para dedicar a una persona a cuidarlas durante todo el día, por lo que habían establecido un correturnos para que una persona de una casa pastorease las ovejas de todo el pueblo durante dos o tres días hasta que el turno pasaba a la siguiente casa.

Por la mañana todos sacaban sus ovejas cuando el pastor de turno pasaba por delante de la casa arreando las ovejas de las que ya se había hecho cargo. Y cuando las tenía todas, se iba al monte todo el día hasta que, al atardecer, volvía con el rebaño al pueblo y de todas las casas salía una persona para apartar sus ovejas. Las distinguían por unos cortes que les hacían en las orejas, que eran distintos para cada casa.

Normalmente cada oveja sabía que corral le correspondía y todas las de la casa entraban como un torbellino pues les urgía que les ordeñaran o para dar de mamar al corderín. Dentro del corral había una cuadra, que se le solía llamar la corte de las ovejas, donde el dueño las recibía con la puerta abierta lo suficiente como para que solo pudieran entrar de una en una y así contarlas. Rara era la tarde en que en alguna casa no faltaran ovejas que había que ir a buscar por las otras casas del pueblo.

El día a que me refiero, tocaba a la casa del abuelo el turno de pastor de las ovejas. Y como era una tarea menor, yo era el encargado de hacer de pastor. La abuela me preparó la merienda y yo me cogí el libro de Don Camilo que había sacado de la biblioteca de la parroquia y que había empezado a leer hacía un par de días. La tarea de pastor se limitaba a cuidar que las ovejas no entraran en los prados o en los huertos. Cuando estaban ya en el monte, se las dejaba a su libre albedrío para que se dirigieran donde más comida había. Así que me las prometía muy felices con todo el día para mí disfrutando de las aventuras entre el cura don Camilo y el alcalde comunista Peppone.

Salimos la abuela y yo y fuimos recogiendo las ovejas del pueblo. Al llegar al puente cruzamos el río para llevarlas a la Fontanina. La abuela me acompañaba pues había un trozo de camino en que, a un lado y a otro, había muchos prados y huertos y doscientas ovejas eran demasiadas para que una sola persona fuera capaz de evitar que se colaran en las fincas. Tan pronto como llegamos a la campera de la Fontanina, las ovejas se pusieron a comer parsimoniosamente y la abuela me acompañó durante un rato trabajando en la costura que había traído, mientras yo me zambullía en la lectura de aquellas disparatadas aventuras.

Al rato, la abuela se fue y me quedé solo con el rebaño que seguía avanzando poco a poco, subiendo por la campera y acercándose a la franja de monte de roble bajo el que solían adentrarse cuando apretaba el sol y así poder sestear a la sombra de los roblecillos. Cuando las tripas me pusieron de manifiesto que era la hora de comer, saqué de la fardela el bocadillo de tortilla francesa y me lo comí sin dejar de leer.

Y así seguí durante toda la tarde, oyendo por el rabillo de la oreja el ruido que hacían las ovejas por entre las matas de roble y el sonido de sus esquilas. Todo estaba tranquilo y yo seguía devorando hojas del libro.

A la hora de volver al pueblo, cerré el libro de mala gana y me subí al monte para arrear las ovejas. A la vuelta, iban tan ahítas de comida que ya no era problema pasar al lado de los huertos. Al pasar el puente ya había gente esperándonos para apartar sus ovejas. Llegué a casa de los abuelos y me adelanté a nuestras ovejas para ponerme en la puerta de la corte y contarlas. Aquel día, como otros muchos, faltaba una. Se lo dije a la abuela y me fui a recorrer el pueblo en busca de la oveja que tuviera un corte en forma de V en la oreja derecha, la señal que el abuelo les hacía.

Aquel día, había mas gente que de costumbre buscando ovejas en corral ajeno. Cuando llegué a casa de Isaac preguntando por las ovejas, me dijeron

Nos falta una oveja y hay dos que están ajagadas (mordidas). ¿ No notaste nada raro en el monte ? Ha tenido que ser más de un lobo.

No, no noté nada. Estuvo todo muy tranquilo. Dejarme ver esas ovejas – contesté, mientras me dirigía a su corte de las ovejas y notaba como se me resecaba la saliva y se me erizaba el vello de la espalda.

Las ovejas estaban asustadas y tenían dos manchas rojas a cada lado del cuello. Tenía pinta de que se habían escapado de milagro. Me fui de allí pensando en cuando podía haber sucedido el ataque del lobo, si todo había estado muy tranquilo. Cuando salí a la carretera, seguía el trajín de gente buscando ovejas y oí que el cartero y el Asturiano hablaban de ovejas ajagadas y me miraban atravesado como pidiendo explicaciones.

Terminé de recorrer el pueblo buscando la oveja y ya era un clamor que me había salido el lobo y que faltaban unas cuantas ovejas. Bajé hacia la casa de los abuelos sin la oveja que faltaba y bastante acobardado, pues todos me señalaban como el culpable del desastre. Era el mayor lío en que me había metido en mi vida. Llegué a casa y se lo conté llorando a los abuelos. El abuelo me dijo

Si hubieras llevado al Pol, te habrías enterado de que andaba por allí el lobo.

Pero, abuelito, – le contesté intentando justificarme – el Pol es un perro de caza. No sirve para los lobos.

Y aunque te hubieras enterado, no habrías podido hacer nada. No te preocupes.  Todo sea por Dios y nada más. – dijo la abuela, saliendo en mi defensa y cerrando la discusión con su frase preferida para la aceptación de las desgracias inevitables.

Cuando estábamos cenando, vino el primo Julio y nos dijo que se estaba preparando una batida por el monte para ver si encontraban a los lobos. Que si íbamos a ir alguno de la casa. Los abuelos estaban muy mayores y no se atrevían a ir al monte de noche por lo que le dijeron que no iban.

Yo voy a ir – dije, decidido a reparar en lo posible el desastre que había protagonizado sin saberlo.

Los abuelos se miraron dudando y, al final me dejaron ir a cargo de Julio.

Era de noche y ya había unos cuantos vecinos al lado de casa Selima, algunos de los cuales llevaban sus escopetas con los cañones desencajados de la culata para evitar accidentes. Cruzamos el puente y nos dividimos en tres grupos para cubrir todo el monte. Yo fui detrás de Julio hacia Valdegrisa, otro fue hacia Valdepila y el tercero , más numeroso, se dirigió a la Fontanina donde había estado yo con las ovejas. Eran los encargados de buscar las ovejas muertas que pudieran quedar.

Empezamos a subir por la rodera detrás de Floro que iba en cabeza con la escopeta ya amartillada. Yo iba pensado que si yo hubiera sido el lobo mata-ovejas, estaría más allá del Cueto Rosales donde nadie me pudiera pegar un tiro. Anduvimos más de una hora sin ver señales de nada y la gente empezaba a cansarse de la excursión. Al final, Floro pegó dos tiros al aire mientras decía

¡ Hijos de puta ¡, a ver si os vais bien lejos.

Los otros grupos nos contestaron con sendos tiros, que era la señal establecida para dar por finalizada la expedición de castigo. Nos dimos media vuelta y volvimos al pueblo. Ninguno de los otros dos grupos había encontrado a los lobos y el de la Fontanina traía trece ovejas muertas que fueron cargadas por cada dueño. Dijeron que habían dejado otras dos casi comidas.

El comentario general era que debía haber sido una loba y su camada de lobeznos. Solo así se explicaba que hubiera habido tantas ovejas muertas y solo dos comidas. Los días siguientes me sentía el paria más grande del mundo y como, al cruzarme con la gente, me seguían con una mirada preñada de rencor. Salía de casa solo cuando era imprescindible, a la escuela y a por el pan, y lo hacía a toda prisa para acortar el suplicio. Alguna vez tuve que oír que la culpa la tenía quien mandaba de pastor a uno de fuera que, además, era un crío y siempre estaba distraído.

Había dejado el libro encima de la mesilla pues era incapaz de seguir leyendo. Estaba cabreado con Giovanni Guareschi por haber escrito un libro tan divertido que me había impedido percatarme que andaba el lobo cerca. Cada vez que veía el libro le maldecía con toda mi alma. Me juraba hacerme cazador de lobos cuando fuera mayor y ganarme la vida paseándolos bien muertos por los pueblos pidiendo dinero.

Y así pasaron dos o tres semanas hasta que todo volvió a su sitio. El lobo volvió a hacer de las suyas un día en que estaba de pastor un mozo del pueblo que era muy experimentado y, además, llevaba un perro muy acostumbrado a ir con las ovejas. Aquella vez, el lobo mató a seis ovejas. Automaticamente dejaron de mirarme de mala manera, pues habían comprendido que el lobo era tan astuto y feroz que le traía al fresco si el pastor era del pueblo y experto o si se trataba de un chiquilicuatre que ni siquiera era del pueblo.

Le agradecí a aquel lobo que me sacara de aquel pozo amargo de incomprensión en que me encontraba desde el incidente y me reconcilié con Guareschi. Volví a jugar con todos al salir de la escuela, sin prisa por volver a casa, y la vida volvió a parecerme igual de interesante que antes.

Cada vez que se hablaba del lobo, yo ya no me sentía tan acobardado como antes. Había estado a escasos metros de un lobo feroz, que había matado quince ovejas, y yo tan pancho. Había seguido, sin inmutarme, leyendo las faenas que don Camilo le hacía a Peppone. Me dio por sentirme un poco como el sastrecillo valiente.

Cuando apareció por el pueblo el primer cazador con su lobo muerto a cuestas, fui capaz, después de varios minutos fijándome que no se movía y que efectivamente estaba tan muerto como parecía, de acercarme hasta un paso del lobo y separarle las encías con el pie para que los demás vieran bien los dientes y quedara patente mi valor.

No mucho más tarde, los lobos dejaron de ser noticia pues ya no había ovejas que comer. Ya no podría cumplir mi promesa de ser un feroz cazador de lobos y poder entrar en casa de Selima a recibir las felicitaciones y convites de los presentes, mientras que los que me habían señalado como responsable del desastre me miraban envidiosos. La dicha no es ilimitada.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

2 pensamientos en “El lobo (el miedo ancestral)

  1. Las historias de “tsobus” también forman parte de mis vivencias infantiles, aunque fundamentalmente en forma de cuentos y otros relatos contados, en las noches invernales, por mis padres y abuela.
    Tengo visto tsobus, del lado de Carracedo, saltando y jugando en la nieve y también alguno muerto, que traía al pueblo un cazalobos llamado Jul.
    Lo tuyo con los cánidos si fueron aventuras y aún tuviste suerte al no tener que enfrentarte al temible Xiam.

    Te envío una poesía de Tsobus:

    Tsobus, tsubecus, tsubinus,
    carniceirus ya tsadinus
    achagades ya cumedes
    ugüechas, cabras, cabritus
    andoscas ya tenralinus.

    Vuesus durus culmetsones
    fincais-lus nus pescucinus
    de iguadas, potrus, castrones,
    usenus, carneirus, chivus.

    Pul invierno autsáis, autsades
    nus montes neváus ya nidius,
    arregañandu culmietsus,
    tsubones, tsobus, tsubinus.

    VOCABULARIO: Achegare = llegar
    Andosca = oveja de un año.
    Arregañare = enseñar los dientes
    Ternal = ternero
    Culmietsu = colmillo
    Iguada = cabra de un año
    Usena = novilla de tres años
    Nidiu = cumbre con nieve

    Un abrazo y a recordar algo de patsuezu.

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