Familia De La Calzada González de Vegarienza (y Sosas del Cumbral)

Árbol genealógico de la familia De La Calzada González, Vegarienza, Sosas del Cumbral, Lembranzas
Árbol Genealógico de los De La Calzada González de Vegarienza (y Sosas del Cumbral)

Lugares asociados a la familia De La Calzada González, Vegarienza, Sosas del Cumbral, Lembranzas

Imágenes tomadas de: flicker, de-leon.com, es.wikipedia.orgpedia.org

El ruido que vino (¿cuántos decibelios tiene una vaca?)

Moto de Octavio, el panadero de Vegarienza.

Moto LUBE de Octavio, el panadero de Vegarienza.

En muy pocos años y casi sin darnos cuenta nos hemos rodeado de ingenios que nos ayudan en casi todas las actividades de la vida, movidos por motores más o menos trepidantes que nos envuelven con su ruido en el trabajo, en casa e incluso en los momentos de ocio. Cada aparato nuevo es un ruido que incorporamos a nuestra vida. Somos capaces de pasar buena parte del día taladrándonos el cerebro con la música que inyectan los auriculares y luego nos desvivimos por lavadoras y aspiradores silenciosos pagando a precio de oro cada decibelio de menos. Andamos algo perdidos. Primero inventamos los ruidos y luego nos empeñamos en amordazarlos.

Yo en particular añoro el remanso sonoro que eran los pueblos omañeses de los años 50 del siglo veinte. Sería muy difícil calificar de ruido aquellos sonidos. Solo el trueno que en las tormentas reverberaba por los estrechos valles podía considerarse ruido. Ida la tormenta, todo eran sonidos de bajo nivel que informaban de los ritmos de la naturaleza, de los animales y de la actividad humana. Aunque algunas actividades exigían gran esfuerzo físico, si distabas unos cuantos metros del lugar era difícil oír el sonido que producían o simplemente eran imperceptibles, como abrir la tierra con el arado o segar el centeno y la yerba con hoz y guadaño. Incluso los golpetazos que se daban a las espigas de centeno con los piértigos para separar el grano, eran difíciles de oír a cien metros de la era. Solo los golpes de hacha cortando leña de roble en Valdegrisa o el martilleo del herrero eran audibles a unos cientos de metros y a mí su ritmo me resultaba relajante.

La mayor parte del tiempo reinaba el silencio interrumpido de tarde en tarde por la expresión sonora de las cuitas de algunos animales con gran capacidad pulmonar, como el rebuzno entrecortado e impaciente del burro al paso de una congénere que iba anunciando con sus efluvios que estaba dispuesta a tener descendencia o el mugido profundo de una vaca cuando la brisa le traía el olor de la jatina que esperaba en la cuadra. O el más dramático de todos allá por Noviembre, ya con frío franco y la Naturaleza al ralentí, cuando de las casas salían gruñidos desesperados que anunciaban que la vida regalada de un cochino estaba llegando a su fin a manos de una cuadrilla de pacíficos lugareños, armados de ganchos y cuchillos, decididos a convertirlo en arrobas de chorizos, morcillas y un sin fin de productos  que llenarían los varales de las cocinas viejas.

Algún verano el estallido seco de un disparo recorría el túnel verde que formaban los árboles del cauce del Omaña, sobresaltando aquel remanso sonoro. Inmediatamente lo relacionábamos con algún policía o guardia civil de vacaciones intentando pescar truchas de manera expeditiva.

Recuerdo siendo muy pequeño, cuando todavía vivían mis abuelos en Sosas del Cumbral, como me asustó el estruendo que producía una máquina desconocida. Unos hombres instalaron en la era un artefacto extraño con dos ruedas a los costados, que sujetaron firmemente al suelo con barras de hierro. Con una banda de cuero sin fin unieron una de sus ruedas a otra similar de una máquina con forma alargada distante ocho o diez metros. Uno de los hombres dio vueltas a una manivela hasta que la máquina arrancó a trompicones con un ruido enorme y la banda sin fin giró a toda velocidad ballesteando de forma amenazante. La máquina que hacía ruido era un motor monocilíndrico que parecía que en cualquier momento iba a salir dando saltos por la era. La otra máquina impulsada por la correa era la máquina de majar propiamente dicha, la desgranadora, donde un operario introducía transversalmente los haces de centeno que le acercaban ya desatados y cuya paja, ya sin el grano que se iba acumulando en un montoncito, salía disparada con ruido de ametralladora. Era capaz de tragarse toda la cosecha de una familia en un par de horas cuando por el procedimiento tradicional hubiera llevado una semana de golpear trabajosamente las espigas. En Vegarienza, en un solo día se ventilaba las facinas de Urbano, de tío Baldomino y de mi abuelo que compartían la misma era. Las máquinas pasaban de una era a otra y todos los que habían cosechado centeno venían a ayudar a la era en la que se majaba ese día.  Un trabajo en cadena perfectamente organizado que duraba diez o doce días cada Agosto y suponía un paréntesis estruendoso que se oía en todo el pueblo y tenía a los animales nerviosos. Indudablemente suponía un avance sobre el majado tradicional, pero trajo el riesgo de incendio por el manejo negligente de la gasolina y los peligrosos cigarrillos de tanto fumador como se reunía en cada maja. Yo vi cómo se quemaba en Sosas un pajar por culpa de la gasolina según dijeron y en Vegarienza el pajar de Nela a causa de un fumador descuidado. Era un ejemplo claro de que el progreso además de ruidoso podía entrañar peligro. Pero el proceso era imparable.

A la izquierda el motor que movía la majadora que desgranaba el centeno.

A la izquierda el motor que movía la majadora que desgranaba el centeno.

Cuando Octavio el panadero de Vegarienza se cansó de repartir por los pueblos las hogazas que cargaba en los serones del caballo, compró una moto LUBE a la que acopló los serones y que iba dejando por los caminos de tierra un olor a aceite quemado que se mezclaba con el de las boñigas frescas. Al poco decidió aliviar sus musculosos brazos, que tanto me impresionaban cuando yo era niño, y de la hasta entonces silenciosa panadería surgió el petardeo de un motor que amasaba por él. Como cada vez que los serones de la moto tropezaban con los piornos de la orilla del camino estaba a un tris de llevarse un revolcón, un buen día decidió comprar una furgoneta que le permitió llegar antes y más lejos repartiendo su pan de trigo que poco a poco iba desbancando a las tradicionales hogazas de centeno. En poco tiempo aquella panadería artesanal había entrado en la modernidad y donde antes se oía nítido el maullido del gato que tenía los sacos de harina a salvo  los ratones, ahora obligaba a preguntar a gritos a Octavio si ya estaba la empanada que había encargado mi abuela.

Tras Octavio, Angelín se compró un Land Rover con el que traía las lecheras de los pueblos y transportaba terneros y gente al mercado de ganado. Algunos como el primo Julio empezaron a regar las patatas con bombas de gasolina y hartos de los lumbagos que producía segar los prados a guadaño, empezaron a hacerlo con un triciclo motorizado. Sandalio el de El Castillo dejó de repartir los pellejos de vino a lomos de caballo y también se compró una camioneta. Los afiladores, eternos peripatéticos, seguían avisando a la clientela con su chiflo de toda la vida pero acoplaron la piedra de afilar a la rueda trasera de una moto y en un solo día podían afilar los cuchillos de todo El Valle Gordo que antes les tomaba una semana. Los caminos cada vez olían menos a boñiga y más a tubo de escape y los caminantes tuvieron que arrimarse más que nunca a la cuneta, acoquinados por aquella invasión de artefactos rodantes y ruidosos conducidos por apresurados comerciantes que antes hacían los mismos recorridos dejando el ramal suelto a los caballos, que sabían de memoria por dónde ir mientras sus jinetes medio dormitaban entre pueblo y pueblo. Hasta los curas empezaron a comprarse motos para poder decir misa los domingos en todos los pueblos que les había asignado el obispo. Poco a poco el ruido y la polución iban ganando la batalla a los caminantes, que con su andar cuidadoso ni siquiera removían el polvo del camino y ahora tenían que taparse la boca con el pañuelo cada vez que se cruzaban con aquellos vendedores y predicadores motorizados que levantaban tales polvaredas que no dejaban ver el camino. El progreso había llegado y con él el inevitable ruido. Siempre hay un precio que pagar.

Si me preguntasen cuántos decibelios tiene una vaca omañesa, no sabría contestar y hasta sería difícil hoy encontrar una vaca omañesa autentica para medir la intensidad de su mugido. Porque al poco que los afiladores se motorizaron, cada uno de nosotros volvíamos ufanos al pueblo en verano montados en nuestro propio ruido rodante y seguramente servimos de acicate a algún lugareño para que se marchara del pueblo a ganarse su propio ruido. Y así siguieron las cosas hasta que Omaña se quedó casi vacía de gentes, de proyectos de vida y hasta de vacas. Hoy en Vegarienza casi no hay ruido de ningún tipo. Hasta que un loco atraviesa el pueblo a todo gas, los altavoces retumbando, como si lo único importante fuera meter ruido y tener prisa aunque el motivo sea tomar una copa con amigos unos kilómetros más allá.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Imágenes tomadas de: verpueblos.com (La Magdalena), lenguajesculturales.files.wordpress.com

Noviembre de 2020

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

La tía María (pero….¿qué vida es esta?)

Tía María.

Tía María.

María del Rosario de la Calzada González, tía María, fue la tercera de los hijos de mis abuelos maternos y parece que un día dijo: ¡Ya no aro más! Aro de arar la tierra. No sé si se refería a gobernar la rectitud y profundidad del surco, bien asida a la mancera del arado romano con que se araba desde tiempo inmemorial en aquellas tierras pizarrosas de Omaña donde se sembraba el centeno, o quien controlaba el arado era el abuelo y ella hacía de lazarillo de su padre marcando el camino delante de la pareja de vacas que tiraban del arado con tal esfuerzo que les obligaba a tensionar el cuello y llevar el morro adelantado. Sé muy bien la frustración y aburrimiento que producía ir delante de las vacas durante las horas que el abuelo, impasible, volteaba la tierra en apretados surcos antes de la siembra (ver Guerra al escarabajo).

¡Ya no aro más! Frase concisa y rotunda que seguro era el trasunto de una larga reflexión y que materializaba una decisión que no tenía vuelta atrás. Era la expresión de su voluntad firme de buscar un rumbo nuevo para aquella extensa familia que aun trabajando de sol a sol estaba condenada a vivir con estrecheces. Así vivía toda la familia, así lo habían hecho sus abuelos y todos sus antepasados durante siglos y lo mismo pasaría con todos los hermanos y sus descendientes. O peor porque el patrimonio de los padres, que a duras penas daba para vivir todos juntos, en unos años habría que repartirlo entre los diez hijos y, entonces, ¿cómo se iban a arreglar? Pues seguro que muy mal. Era la familia más numerosa del pueblo y no le cabía en la cabeza que cada tierra y cada prado, ya de dimensión escasa, terminara dividido en diez trozos inservibles.

Durante mucho tiempo se creyó que la Tierra era plana y también que ocupaba el centro del universo. Alguien tuvo que poner en duda aquellas creencias pseudo religiosas para que todo cambiase. A tía María, seguramente la de más carácter de todos los hermanos, le tocó preguntarse repetidas veces ¿qué tipo de vida es esta?, ¿cuántas generaciones tendrán que pasar para salir de esto? ¿hasta cuándo seguiremos esclavos de nosotros mismos? Y un buen día se oyó respondiéndose a sí misma ¡Ya no aro más! Había que poner remedio a aquel contradiós.

No sé cómo comunicaría a los abuelos (seguro que lo hizo sin merma alguna del respeto debido a sus padres que siempre observé) su decisión de abandonar la vida ancestral, de romper con la tradición campesina familiar, ni cómo fue su salida de Sosas del Cumbral, de donde probablemente no se había ausentado nunca, para comenzar una nueva vida en León capital.

Sin poder establecer un orden cronológico preciso, sé que trabajó en la gasolinera de San Marcos que era de Paco y Bernardino, hermanos de su madre, que estudió enfermería en Valladolid, que fue enfermera durante la guerra por la zona de La Robla (acabada la guerra regresó temporalmente a Sosas con un perro que le habían regalado y que atendía por Trosky o Lenin o algo parecido). También trabajó en la Fiscalía de Tasas, no sé si antes, después o en medio.

Lo que sí es seguro que desde León pilotó el desembarco en la capital del resto de hermanos según se narra en El vaciamiento de Omaña. Los primeros tuvieron que malvivir en pensiones o casas de gente conocida o medio parientes, hasta que tía María pudo alquilar el piso familiar de la calle Ramiro Valbuena que inicialmente tuvieron que compartir con algún huésped para poder costear la vida en la capital de los hermanos que no paraban de llegar del pueblo. Algunos hermanos estudiaron en colegios de frailes dentro y fuera de León, lo que no suponía escapar del control firme de tía María. Cuando tío Emilio estudiaba Medicina en Madrid pasó una etapa algo distraído de los estudios que resolvió tía María con una visita que debió ser muy convincente pues no hubo más despistes. No era un afán de control sin más, se trataba de asegurar que no se desperdiciaba ni un ápice del esfuerzo que estaban haciendo los abuelos y ese era el empeño de tía María supervisando todo y a todos con mano férrea y que no sé si siempre fue entendido así por los “vigilados”.

En la misma calle abrieron una tiendecita de mercería donde también se recogían puntos a las medias, no sé si con la intención de dar ocupación a alguno de los hermanos venidos del pueblo o por influencia del pasado de cantineros y negociantes de sus abuelos paternos en Posada o los maternos en Sosas del Cumbral y Vegarienza. El negocio fue tan raquítico que cerró al poco y su padre, el abuelo Emilio que con su exiguo sueldo de maestro de Sosas del Cumbral tenía que sustentar a la familia que aún quedaba en el pueblo y además financiar aquella aventura comercial, lamentaba el mal negocio emprendido diciendo “si hubiéramos puesto una sombrerería, los niños habrían comenzado a nacer sin cabeza”. Probablemente quería enfriar cualquier otra veleidad empresarial porque lo suyo siempre había sido desborricar chavales en el pueblo y destripar terrones con el arado y pensaba que los hijos tendrían que ir paso a paso, como así fue bajo la dirección estricta de la tía María, y no convertirse de la noche a la mañana en empresarios igual que sus tíos Paco y Bernardino que debieron contar con la importante ayuda de su padre, el bisabuelo Bernardino, un negociante avezado. Él solo era un pobre maestro, pluriempleado como campesino en tierras de poco dar.

Quizá lo de la tiendecita fue el único tropezón de tía María en el extenso plan de transformación de una familia campesina en trabajadores por cuenta ajena. Con todo, su opinión era tenida muy en cuenta y constituía una fuente de autoridad. Tras lo que decían los abuelos, valía la opinión de la tía María. Recuerdo que cuando en la familia se estaba a punto de tomar una decisión importante ya fuera a nivel familiar o que afectaba a alguno de los hermanos, se esperaba con impaciencia y quizá con cierta preocupación del involucrado a que tía María opinase y, casi casi, sentenciase.

Cuando pasábamos por León recuerdo el trajín que había en aquella casa, unos ya trabajando, otros estudiando, alguno expectante y otros de paso. A veces revoloteaba por allí una amiga y compañera de trabajo de tía María, creo que se llamaba María Luisa, alegre y risueña que junto con la tía María representaban un estilo diferente por su indumentaria nada pueblerina, labios pintados, cierta soltura en el caminar y los ademanes y un desenvolvimiento que no me parecían de la familia. No sé si reflejaban una cierta modernidad que empezaba a despuntar en el país o la pura actitud de mujeres con expectativas de encontrar pareja, cosa que no recuerdo sucediera nunca, y que desde luego a mí me parecía bastante alejada de la discreción en el atuendo y el deseo de pasar desapercibidos que caracterizaba al resto de la familia. Quizá fuera que la tía María, aun compartiendo el sentimiento religioso común a toda la familia no lo había llevado al extremo de estar por encima de todo pensando en la salvación del alma y mantenía un sano equilibrio entre el quehacer terrenal y los asuntos de la religión.

Cuando todo estuvo organizado, pues todos los hermanos menos tía Milce estaban fuera del pueblo trabajando o estudiando, vivió unos cuantos años en Brasil trabajando como enfermera sin dejar por ello de estar pendiente de lo que sucedía en España. Desde allí dio cierta cobertura a tío Pepe cuando a su vez decidió emigrar, impaciente por no encontrar plaza de veterinario en León, primero a Brasil y luego a Perú. Recuerdo que cuando María regresó, además de un deje mezcla de omañés y carioca, trajo como regalo figuritas de madera y artículos de cuero que tenían grabado a fuego la leyenda “Lembrança do Campos do Jordao”. Aunque reconozco que no era difícil adivinarlo, tardé tiempo en entender que Lembrança quería decir recuerdo y ahí se me quedó grabado. En 2012 cuando comencé a publicar mis recuerdos en este blog, decidí tomar esta sonora palabra como título.

Ya en España retomó su trabajo de enfermera llegando a ser jefa de enfermeras en la residencia de León y era frecuente oírle contar alguna anécdota. Recuerdo una que me pareció muy graciosa de la época en que la gente emigraba a Alemania para trabajar y unos médicos alemanes les reconocían antes de viajar. Uno que iba a auscultar a una mujer le dijo “Descúbrase, señora” y ella ni corta no perezosa se quedó en pelotas pero con el bolso en la mano cogido firmemente. Alarmado, el médico le dijo “Pero, señora, a dónde va usted”, a lo que la mujer, eufórica, le respondió “A Alemania, doctor, a Alemania”. Abundaban las risas cada vez que las mujeres de la familia oían contar esta historia.

Su temperamento decidido debió reforzarse por toda una vida mandando y organizando dentro y fuera de la familia. No sé sí de ahí le venía el tono seguro y algo autoritario de su voz que yo percibía con resonancias metálicas, aunque desde luego era una mujer afable, de risa fácil, siempre dispuesta a ayudar y de buen trato, pero sin perder el control de la situación en ningún momento.

Salvo tía Milce que permaneció junto a sus padres hasta agotar la etapa campesina de la familia que venía de siglos, el resto de los hermanos orientó su vida lejos de las tierras y del ganado. La salida de los hermanos de Sosas del Cumbral transmutó a nueve pueblerinos en tres maestras, una enfermera, un médico, un veterinario, un técnico de Correos y un facultativo de Minas. Menos mi madre que no ejerció nunca de maestra, todos los demás se ganaron la vida con sus profesiones y ni ellos ni sus descendientes volvieron al pueblo salvo de vacaciones. El desgaje del pueblo iniciado por tía María fue drástico y si hubo algún arrepentido o nostálgico, no tuvo el valor de volver al terruño. Allí estaban todas las fincas del abuelo esperando que alguien mirara para ellas, pero hay caminos sin retorno. Algunos nietos y biznietos vieron por primera vez una vaca de verdad en vacaciones, como si se tratase de una especie en extinción. Lo que realmente se había extinguido era una forma de vida que permanecía casi sin cambios desde antes de la Edad Media. Un estilo de vida que se esfumó en una sola generación. Y de este cambio drástico tía María no tuvo la culpa, solo fue el detonante, con su ¡Ya no aro más!, y conductora del proceso que también se produjo en infinidad de familias de Omaña y en todo el país. Seguro que en Omaña otras personas dijeron frases igual de rotundas que el ¡Ya no aro más! de la tía María.

Casi tres generaciones después es difícil afirmar que aquel proceso de emancipación del campo, seguramente inevitable, fue acertado al cien por cien. Es cierto que se accedió a una vida menos esclava, más llevadera y durante unos cuantos años parecía que iba a ser un camino de progreso sin fin. Pero en lo que llevamos de siglo veintiuno el mundo del trabajo se ha emputecido de tal manera, que algunos biznietos de aquellos campesinos que emigraron a la ciudad tienen unos empleos tan precarios y tan dependientes de decisiones empresariales que nada tienen que ver con cómo desempeñan su trabajo, que quizá alguno prefiriera la vida de sus tatarabuelos en la aldea, esclavos de los animales y pendientes de la meteorología pero llevando una vida digna y autónoma. Aunque no sé si habría sitio para tantos.

Lo he pensado muchas veces y me hubiera gustado hablar con la tía María (no sé por qué siempre llego tarde a preguntar) de esta consecuencia indeseada de la emigración familiar que ella lideró y si, sabiéndolo, su ¡Ya no aro más! hubiera sido tan rotundo. ¿O tan solo fue que andar delante de las vacas durante horas, la trastornó mucho como a mí me sucedía?

Tía Maria con uniforme de enfermera.

Tía María con uniforme de enfermera.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

La tía Milce y el coronavirus (el fuego purificador)

La tía Milce

La tía Milce

Es 10 de Marzo de 2020, víspera de que los hospitales de Madrid dejen de atender en consultas y operar todo lo que no sea urgente o grave por la amenaza del coronavirus, ese bichito que vino de Asia y lo ha trastocado todo. Todo parece normal aparte de alguna gente con mascarilla. Deambulando por el hospital, uno de los lugares que frecuento, me sorprendo pulsando los botones del ascensor con el dedo doblado o abriendo la manilla del aseo con el mango de la muleta o con el codo. Inevitablemente me acordé de tía Milce.

Himilce de la Calzada González, familiarmente tía Milce, era la segunda de los diez hijos que tuvieron mis abuelos maternos y desde que recuerdo siempre vivió con ellos, aunque recientemente he visto una foto con una indumentaria que no se correspondía con la habitual de Sosas del Cumbral y he sabido que hizo unos cursos de primeros auxilios y que trabajó en el hospital del Niño Jesús en Madrid, antecedentes que me cuadran con que fuera ella quien ponía las inyecciones en casa de los abuelos. No sé si fue durante esta época cuando comenzó su obsesión por la limpieza extrema, por la asepsia, o fue una reacción provocada por el contacto continuo con animales domésticos que eran auténticas fábricas de excrementos: boñigas inmensas de vaca, oblongas caballunas que se recogían para complementar la comida de los cerdos (ver Síndrome de Diógenes) y que ellos devolvían en forma de abundante estiércol que no recuerdo si tenía una denominación específica, las gallinazas de las aves de corral, cagalitas de cabras y ovejas, etc, etc. Unos daban leche, otros huevos, otros jamones, otros lana, otros….. y todos sin excepción producían mierda de todos los tamaños, colores y texturas con la que había que convivir, que a diario había que limpiar y almacenar en el estercolero pues sin tales sustancias las tierras de solano darían espigas de centeno muy magras, según el dicho “boñigas hacen espigas”. Es lógico pensar que tanta porquería con la que estaba obligada a convivir a todas horas, pudiera haber provocado un rechazo tan extremo.

Tía Milce era la encargada del ordeño y acudía cada mañana y cada noche a la cuadra llena de aprehensión, con un caldero, un paño blanco y una cañada para aliviar las ubres de las cuatro o cinco vacas del abuelo, a la luz vacilante de un precario farol de aceite. Calzaba madreñas que evitaban el contacto directo con el estiércol y un pañuelo negro en la cabeza que le cubría ambos mofletes para protegerse de los rabotazos, inevitablemente manchados de restos de boñiga y orín, que prodigaban las vacas incomodadas por los tirones acompasados con que tía Milce les exprimía los tetos. Cada vez que llenaba la cañada vertía la leche en el caldero tamizándola a través del paño blanco y que luego en la cocina volvería a colar de forma más minuciosa. Hiciera frío o calor, terminaba de ordeñar con prisa por acercarse a la cancilla de la huerta donde confluían los ríos Baltaín y Omaña para limpiarse a fondo de tanta inmundicia.

De tanto frotarse tenía el cutis brillante como un espejo y las manos hinchadas y agrietadas por los sabañones, inevitables de tanto lavarse en el agua helada del río hasta no sentirlas y que después de las abluciones intentaba reanimar acercándolas a la chapa de la cocina de leña. Era la misma agua helada donde lavaba la ropa de la casa incluso en invierno, con aquel jabón áspero que la abuela fabricaba con todo tipo de desperdicio graso, huesos y sosa cáustica, muy eficaz con la colada pero que agravaba aún más su ya maltratada piel.

El jabón no era suficiente para sentirse limpia. No lo presencié nunca pero parece que, con gran alarma de la abuela porque se quemase o provocase un incendio, a veces encendía papeles y pasaba las manos y los antebrazos por las llamas en un rito extremo de purificación. No sé si además de esterilizarse la piel, al modo en que la abuela desinfectaba las agujas con que extraía los pinchos de cardo o gatiña de las curtidas manos del abuelo, era una especie de entrenamiento para los rigores del Infierno del que toda la vida intentó huir a base de rezos. Con la duda permanente de si las oraciones serían suficiente para ganarse el salvoconducto hacia el Cielo o si tendría que comparecer ante Pedro Botero, amo de las calderas infernales, más valía estar entrenada en eso de la chamusquina. Cada vez que oí el chiste de un infierno donde los pecadores vivían en una piscina llena hasta al cuello de mierda y que cada poco un diablo pasaba una inmensa guadaña al ras por encima de las cabezas, me acordaba de tía Milce. Nunca se lo pregunté, pero probablemente a ella le hubiera aterrorizado más la piscina con mierda y la guadaña que obligaba a sumergir las cabezas, que las llamas con que nos pintaban el infierno como summum de los martirios.

Siempre la recuerdo trabajando, tejiendo, rezando o lavándose. Esas manos maltratadas por excesiva higiene y la esterilización a fuego, tenían que empuñar con fuerza el escavín para quitar las malas yerbas de los pies de la patata o la hoz para segar el centeno o sujetar el cepillo de raíces con el que blanqueaba las maderas de pisos y escaleras ayudándose de agua y lejía que le quemaban la piel indefensa pues los guantes de goma aún no se habían inventado.

Salvo en verano cuando los sobrinos la sustituíamos, también era la encargada de llevar a pastar a las vacas mañana y tarde, incluso sábados y domingos, ir a la fuente a por agua y todo tipo de recados más propios de niños. Además ayudaba al abuelo en las tareas del campo y era la encargada de subirse al carro para organizar las forcadas de yerba seca que nosotros le aupábamos hasta conseguir darle un volumen similar al autobús de línea. Entretenía las largas horas de pastoreo tejiendo a ganchillo cantidades ingentes de hexágonos o cuadrados con los que formaban primorosas colchas, tapetes y fundas de cojines o metros y metros de puntilla para ribetear servilletas y manteles o tejía artísticos paños para colocar en el respaldo de sillas y brazos de sillones o debajo de jarrones y candelabros de la iglesia.

Cuando llegaba a casa después de estar con las vacas o ayudando en otras tareas del campo, mientras los demás se daban un respiro, ella sucumbía a su necesidad de limpiar y de estar limpia. Se la veía atravesando a la carrera el corral y la huerta camino del río a lavarse o lavar algo. Cuando volvía evitaba mancharse abriendo las puertas con la mano usando el antebrazo o el codo (como hago yo ahora en el hospital por miedo al coronavirus), pero antes de llegar a casa ya había tocado algo con las manos y vuelta a lavarse al río, en un trajín interminable. Para ella tener las manos limpias era vital y se la podía ver de pie apoyando en las caderas la doblez de la mano y el antebrazo, una postura forzada que solo adoptamos los “normales” con las manos sucias de pintura o algo así.

En verano, cuando las tareas eran más intensas y el calor apretaba la necesidad de higiene se incrementaba y la sorprendíamos de vez en cuando en un rincón apartado del río bañándose en enaguas, el traje de baño habitual de las lugareñas que también vi usar a Mari la de Carola y alguna prima, con el consiguiente enfado por su parte al sentirse descubierta.

Esta obsesión por la limpieza provocaba que a veces la riñeran con una cierta severidad, lo que se traducía en un enfurruñamiento por su parte, pero no por ello desistía de la obsesión que no podía controlar. La limpieza extrema era una obligación más, una pesada tarea añadida a toda una vida dedicada a ayudar a sus padres, no sé si por decisión propia o por la obediencia debida a los progenitores, tan vigente entonces. Progenitores tirando a severos, a los que se trataba de usted y se profesaba un respeto y obediencia extremos, casi bíblicos. Mientras el resto de hermanos estudiaban, creaban familias y tenían trabajos más llevaderos, ella dedicó casi toda su vida a acompañar a los abuelos. El sacrificio de un hijo permaneciendo al lado de los padres y renunciando a su propia vida en beneficio de los demás hermanos, era algo habitual en las familias y seguramente no siempre reconocido y agradecido. Nunca la oí quejarse por ello, ni disputar o meterse con los demás. Trabajaba de forma incansable y solo necesitaba algo de tiempo para el aseo y para sus rezos.

Porque, siguiendo la tónica familiar, su otra obsesión era ser buena cristiana de misa diaria y rosario y estoy seguro que mientras tejía y vigilaba de reojo a las vacas, rezaba y meditaba sobre cómo ser mejor. Cuando por la noche, cansada de trajinar, se ponía a rezar o leer, tardaba horas en pasar una página o rezar un misterio pues se dormía y tenía que volver a comenzar. La recuerdo con mucho recogimiento, los ojos entrecerrados y musitando las oraciones con los labios como haciendo un puchero, en aquellos rosarios en penumbra en los que participábamos toda la familia. A la primera cabezada de tía Milce los sobrinos estábamos pendientes de cómo entraba en sucesivos trances de los que salía como con estupor y algo asustada por semejante flaqueza de espíritu y cómo recuperaba el aire de recogimiento mientras avanzaba las cuentas del rosario por las avemarías que calculaba se había saltado en la ensoñación. Los sobrinos malandrines intercambiábamos sonrisas maliciosas sin reparar en lo cansada que estaría del trabajo diario y seguro que alguna vez fuimos un poco injustos con nuestras bromas o tomaduras de pelo inmerecidas. Disculpa, tía.

Muerto el abuelo, la abuela y tía Milce fueron a vivir a León con las otras tres hermanas solteras y allí trabajó en una fábrica hasta la jubilación. Entre que tenía mucho tiempo ocupado, que el río no estaba tan a mano y que los excrementos se habían quedado en Vegarienza, parece que la manía por la limpieza remitió.

Los últimos diez o quince años los vivió en un ensimismamiento que no la impidió enterarse de todo lo que sucedía a su alrededor. Dedicaba buena parte del día a leer de manera repetitiva un libro de El hermano Rafael, monje trapense, que de tan releído se había desencuadernado y era un manojo de hojas sueltas. Si le dabas la entrada a una frase escogida al azar, ella la completaba de memoria. No sé si trataba de exprimir al límite las enseñanzas del fraile trapense o un método para mantener la cabeza ágil. No parecía consciente de lo mayor que era pues con noventa y muchos años cada vez que sus hermanas Pili y Tere, bastante más jóvenes que ella, salían de casa les preguntaba preocupada por si ellas no volvían, «¿Creéis que os volveré a ver?» Murió con 99 años como había vivido, mansamente, sin dar la mínima lata.

Si el malhadado coronavirus se hubiera encontrado de frente con la tía Milce, no creo que hubiera sido capaz de llevársela por delante, de tan limpia, bruñida y desinfectada como estaba siempre. Ciertamente el cuerpo de tía Milce era el espejo de su alma, obsesionada por su salvación pero limpia, sin dobleces, sin rencor. Si acaso algún resquemor con la vaca Garbosa por sus certeros rabotazos que la ponían perdida de boñiga cuando la ordeñaba. Tía, espero que al otro lado de la vida hayas encontrado por fin el reposo necesario en un sitio sin polvo ni manchas y por si acaso un río cerca, transparente como el Omaña y con aguas más templadas a poder ser, quizá lo más parecido al Cielo que pudiste desear en vida.

Mujer ordeñando.

Mujer ordeñando.

Imagen tomada de: botanical-online

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

El tío Emilio (un hombre ensimismado)

1948. Tio Emilio en el campamento de milicias universitarias.

1948. Tio Emilio en el campamento de milicias universitarias.

El tío Emilio fue el sexto de los diez hermanos de la Calzada y, como todos, nació en Sosas del Cumbral, en la casa-escuela donde su padre era el maestro. Él fue el primero en ponernos un mote a los sobrinos: yo era Carcoma en alusión a mi apetito desmedido, Fernando era Tiriti sin que recuerde el por qué y Eduardo, el más pequeño, era Fardel porque llevaba los pañales siempre cargaditos. Loli era Lirila, pero no sé si el mote se lo puso tío Emilio o lo hicimos los hermanos para que no se fuera de rositas.

Él y mi madre, que le precedía, fueron los primeros hermanos que los abuelos mandaron a León con la finalidad expresa de estudiar. Como aún no disponían de lo que luego sería la cabeza de puente para el desembarco del resto de los hermanos, el piso de Ramiro Valbuena, tuvieron que estar de alquiler en casa de unos conocidos compartiendo una habitación de dos camas con dos hijos de JoaquínEl Tremoriego” de Sosas, chico y chica, una cama para las chicas y otra para los chicos, al puro estilo omañés: una cabeza en cada extremo de la cama. Al año siguiente Emilio cambió aquella precaria pensión por los rigores de un colegio de frailes.

Cuando llegó la hora de la universidad se fue a Madrid y no sé si que sus tíos Paco y Bernardino fueran médicos pudo tener alguna influencia en que cursara Medicina. Siempre he escuchado que era muy inteligente. Quizá el estar sobrado de aptitudes para el estudio le hizo entretenerse con algún tema ajeno a la carrera, incluido una cierta dedicación a la poesía. Estas distracciones alarmaron a tía María, era la encargada por los abuelos de mantener el orden y la autoridad sobre los sucesivos hermanos que salían del pueblo para estudiar, que viajó a Madrid a restablecer el sano orden de las cosas que parece ya no volvieron a descabalarse nunca más.

Recuerdo que al término de las prácticas de milicias universitarias que hizo en alguna plaza africana con el grado de alférez, nos visitó en Roa de Duero y le trajo como regaló a mi madre, con la que creo estaba muy unido, una bolsa moruna de cuero y base redonda que se cerraba con unos cordones también de cuero y que nos acompañó en nuestras compras durante muchos años, incluidas las incursiones veraniegas a la búsqueda de huevos en los pueblos próximos a Vegarienza (ver Guardianes del camino). También le regaló, posiblemente con los primeros dineros que ganó como médico, una máquina de coser Alfa con la que mi madre consiguió vestir a once hijos a lo largo de muchos años sin que sufriera percance mecánico alguno. Aún hoy sigue en perfecto uso, silenciosa eso sí, a la espera que alguna de mis hermanas la herede. Una maravilla técnica ajena a la obsolescencia programada y, sin duda, la pieza más importante del ajuar familiar.

Cuando acababa el curso el tío Emilio regresaba a Sosas, se despojaba de su pátina de universitario y participaba como uno más en los quehaceres de aquella familia de labradores, no exentos de riesgo como cuando estuvo a punto de que se lo comieran los lobos camino de Manzaneda (ver El lobo), y en los ritos y costumbres de aquella sociedad tan tradicional y adaptada al entorno rural, donde las trastadas (ver A nateras y quesos) eran una forma de incorporar alguna diversión a la rutina diaria, aunque fuera a costa del escarnio de algún convecino.

Creo que fue el primer miembro de la familia en disponer de cierta holgura económica y cuando venía por Vegarienza siempre traía algún artilugio que nos asombraba, lo que no era muy difícil en aquel entorno tan tradicional donde cualquier elemento del ajuar o las herramientas habían sido inventados siglos antes. Podía ser una maquinilla de afeitar eléctrica (que no solía funcionar por lo escasos voltios que producía el generador de la Sierra), o una de reserva y manual a rodillos con la que se desollaba la cara. También fue el primero que trajo un transistor a pilas con el que intentaba inutilmente oír, debido a las montañas que nos rodeaban, lo que decían Radio Pirenaica y Radio España Independiente del régimen de Franco y su inminente caída.

Yo creo que aquel empeño por oír la radio era porque si Franco moría él no quería demorarse en saberlo. Y es que creo que era un poco rojo y descreído, una auténtica oveja negra en una familia tan de orden y cristiana, que no desperdiciaba ocasión de tomar el pelo a sus hermanas cuando las veía tan dedicadas a rezos y visitas a la iglesia, empeñadas en ganarse la otra vida en la que seguramente él, tan conocedor del aspecto puramente físico del cuerpo humano, no creía. No es de extrañar que su paso por la universidad de finales de los años cincuenta del siglo veinte donde ya existía un fuerte movimiento de oposición, basicamente promovido por el partido comunista, al régimen franquista y al sindicato universitario oficial, el SEU, le hubiera impregnado de ideas anti franquistas. Yo viví en ese ambiente estudiantil unos cuantos años más tarde y lo entiendo perfectamente. Creo que ninguno de sus hermanos estuvo en contacto con un entorno tan politizado, de ahí que se mantuvieran hasta el final como creyentes y políticamente conservadores. No sé cómo valoraba la familia el distanciamiento del tío Emilio de los asuntos religiosos y sus ideas políticas, pero no recuerdo haber presenciado ni discusiones al respecto ni reproches.

También fue el primero de la familia en tener coche. Era un seiscientos en el que todos los que nos montamos pasamos mucho miedo porque teníamos conciencia de lo que significaba la velocidad (algunos habíamos experimentado lo peligroso que era afrontar en bicicleta las curvas demasiado deprisa y terminar en las zarzas) pero que al tío Emilio parecía traerle sin cuidado. Durante la carrera de Medicina tuvo que familiarizarse con conceptos físicos tales como la presión, la gravedad, la temperatura, etc. Nadie debió hablarle de la inercia que tiende a sacarte de las curvas o él por su cuenta había decidido prescindir de tan importante parámetro. Así que mientras los pasajeros apretábamos el culo en las frenadas viendo como nos echábamos encima de camiones y autobuses o nos mirábamos asustados sin atrevernos a rechistar en las curvas de Omaña o de la carretera de Ponferrada, el tío Emilio tiraba impasible del volante para mantener al bólido en la trayectoria, se ayudaba inclinando un poco el cuerpo como si fuera un motorista, y ajeno al canguelo de sus acompañantes. Pudiera ser que nosotros fuéramos unos miedosos inexpertos en la materia, acostumbrados como estábamos a la pachorra del manso autobús de Beltrán y al bicicleteo, y que él hubiera evolucionado a técnicas de conducción desconocidas para nosotros. Esto añadía a la atracción que en aquella época suponía subirse a un automóvil, el morbo de las sensaciones de una montaña rusa. O nosotros los autobuseros enjuiciábamos demasiado severamente su manera de conducir o tuvo mucha suerte, pues no recuerdo que tuviera incidente alguno en aquellas carreteras salvo un encontronazo leve con una vaca.

Recuerdo, como si fuera hoy, el día que llegó en el rápido de Beltrán con la que sería nuestra tía Quinita para presentarla en familia. Era una morena guapa, alta y delgada, labios pintados de rojo intenso, sombra de ojos y rímel en pestañas, falda blanca finamente tableada, un niqui de punto a rayas azules y blancas bastante ajustado y zapatos de tacón tan alto que no sé cómo pudo llegar desde casa de Selima hasta la de los abuelos sin torcerse un tobillo entre las desiguales piedras de la carretera. Tuve la sensación de que nunca habíamos visto por allí una mujer como ella, pues me pareció una reina. Yo estaba tan deslumbrado por mi nueva tía que no percibí o reparé en las reacciones de mis abuelos y tías, tan discretos en su atuendo y sobrios en sus manifestaciones, ante aquella mujer que parecía llegada de otro mundo en el que lucir bella y atractiva era lo normal. Pero presumo que, al menos, debieron quedar muy sorprendidos por aquel exceso de espontaneidad. Tuvieron tres hijos que casi nunca aparecieron por Vegarienza en aquellos veranos omañeses tan superpoblados de nietos. Vivieron en un chalecito en Ponferrada donde el tío ejerció de cirujano y fue director del hospital-residencia de la Seguridad Social.

Hoy día todo cirujano debe especializarse durante años en una porción mínima del cuerpo humano ya sea el hombro, la mano, columna, etc. Entonces un cirujano era un médico todoterreno que había superado la aprensión a la sangre y que no le temblaba el pulso ante escenarios quirúrgicos más propios de un matadero o de una guerra. Su campo de acción abarcaba todo el cuerpo, desde la coronilla a los dedos de los pies. Sin más ayuda que acaso una radiografía, todo empezaba cogiendo el bisturí para dejar al descubierto el órgano a reparar, decidir sobre la marcha que hacer ante lo que veía, cortar y unir para terminar recolocándolo todo y cosiendo lo mejor y más rápido posible aquel batiburrillo de vísceras y músculos, confiando en que su ojo clínico y sus manos hubieran resuelto la dolencia. Y a esperar que el paciente no se muriera. A mí me operó de la uña gorda de los dos pies, algo que seguro no venía en sus libros de Medicina pero que él supo cómo afrontar para que dejara de ser un problema para mí.

Salvo cuando estaba de broma o tomando el pelo a alguien, era frecuente verle pensativo y ensimismado, como ausente y poco participativo en las conversaciones, ejecutando algunos tics como estirar el cuello o tocarse la mandíbula con el hombro y moviendo las manos sin finalidad aparente. A veces he pensado que él ensimismamiento pudiera deberse a un proceso mental de elaboración de estrategias para la próxima cirugía complicada que tendría que afrontar; que con el gesto del hombro reproducía cómo detener una gota de sudor que descendía por la barbilla mientras operaba y que el estiramiento del cuello era una forma de aliviar la tensión que se vivía en el quirófano por el esfuerzo físico y la responsabilidad de tener en sus manos la vida del paciente. Sus movimientos de manos podían corresponder con el ritual de lavado estricto de manos y puesta de guantes quirúrgicos ayudado por una enfermera. Gestos repetidos en el quirófano miles de veces, que se habían convertido en tics en su día a día fuera de la sala de operaciones. Obviamente se trata de una especulación, pero encajaría con un entendimiento obsesivo de su trabajo de cirujano, que tengo entendido que le llevó alguna vez a coserse a sí mismo alguna herida que se produjo, con toda sangre fría.

Siguiendo en el terreno especulativo, otra posible explicación a esa actitud ausente y poco participativa, pudiera ser haber asumido que su posicionamiento en lo político y religioso era tan incompatible con el ideario familiar, que debía evitar a toda costa que afectase al buen clima reinante. Conozco estas situaciones familiares en las que discutir acerca de lo que cada uno cree solo produce, en el mejor de los casos, melancolía.

Con mis otros tíos yo tenía mucha familiaridad y seguro que a veces debí resultar un poco cargante intentando que me prestasen atención. Con el tío Emilio a veces tuve la incómoda sensación de que mis preguntas o comentarios de imberbe estaban de más, pues él estaba a lo suyo, dándole vueltas en el caletre a cosas que le preocupaban. Era la ecuación perfecta, un tío ensimismado y un sobrino tímido y apocado que hacía que a veces los silencios fueran casi dolorosos.

Su conocida tendencia política, tan poco saludable en aquella época, y que no disimulaba lo más mínimo, le trajo algún problema judicial. Por esas ironías del Destino, luego fue médico militar y tuvo un papel destacado como cirujano en un hospital militar de Madrid. Cuando Franco murió, algo que durante tantos años esperó impaciente que anunciara Radio Pirenaica, no sé cómo lo celebró o si cuando sucedió ya sus inquietudes políticas se habían sosegado.

Cuando murió, su cadáver fue velado en su hospital militar. El Destino está siempre ahí dispuesto a ponernos en evidencia y, en una última pirueta, hizo que el tío Emilio fuera despedido por familiares y amigos en una institución militar, algo que nunca debió imaginar en sus años de disidencia y rojería. Así somos, muy vehementes en ocasiones sin reparar en que quizá la vida nos ajustará cuentas y contradecirá a la primera ocasión. Como nos ha pasado a casi todos, que coqueteamos con el progresismo en la universidad y de mayores viramos hacia posiciones menos comprometidas. De lo que no tengo duda, a pesar de la relativa distancia que imponía su actitud introspectiva, es que el tío Emilio, al igual que sus otros hermanos varones, fue para mí alguien a quien quise, admiré y deseé parecerme de mayor.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

La derritaina (patatas, patatolas, patatas solas)

Chamuscando el gocho.

Chamuscando el gocho.

La gastronomía de Sosas del Cumbral, última aldea del curso del rio Baltaín (ver El fin del mundo), no se distinguía por su diversidad. Más bien al contrario como sintetizaba en su respuesta, creo que era el tío Josepín, cuando le preguntaban lo que comía “por la mañana patatas, a mediodía patatolas y por la noche patatas solas”. Esas patatas casi transparentes que cuando de tarde en tarde nos las topamos ahora en el plato de algún restaurante modesto, adornadas con un poco de chorizo o unas costillas o trozos de pimientos verdes en un alarde de simplicidad, nos saben a gloria. La frase del tío Josepín enfatizaba lo repetitivo de las comidas a partir de lo poco que se tenía a mano. Doy fe que se podría resumir con desayuno de leche con pan migado, comida a base de patatas con otras hortalizas (las patatolas) y si acaso algo de carne, y para cenar sopas de ajo, algún huevo y más leche con migote de pan o, como decía Josepin, patatas solas.

Porque lo que se tenía a mano era poco. El clima con fríos excesivos, la escasez de tierra de regadío y las horas del día que no daban más de sí, solo permitían cosechar en las linares próximas al río patatas, cebollas, berzas, lechugas, nabos, frejoles y garbanzos y guisantes en los eiros de secano y más arriba, en las tierras robadas al monte, el centeno, único cereal que aguantaba las heladas y conseguía medrar a pesar de la pobreza de aquellos suelos. Del centeno se obtenía un pan recio, casi negro, que se amasaba cada dos o tres semanas en grandes hogazas que ponían a prueba nuestra dentadura, sobre todo las piezas del final de la amasada. En verano los cerezos, guindales y ciruelos y los manzanos, perales y nogales en otoño añadían algo de color y vitaminas a la dieta. Algunas manzanas conservadas entre paja llegaban arrugaditas a Navidad, mientras las nueces podían durar años y constituir el regalo de Reyes como me sucedió a mí junto con mis primeros pantalones largos (ver La vida con los abuelos en Vegarienza).

Para ponerle algo de gracia a aquella monotonía alimentaria vegetal, estaban las proteínas animales obtenidas de diez o doce gallinas viejas al año, alguna perdiz o paloma torcaz apiolada cerca de la cabaña de Pico Pelao, quizá conejo si en la casa había conejera y el gocho, sin duda la estrella de aquel páramo alimentario. Salvo la pelambre del cerdo, que se eliminaba quemándola con antorchas de paja (diga lo que diga el Papa de turno sobre el Infierno, antes de convertirse en pitanza todos los gochos de Omaña pasaban un rato por ese sitio abrasador) y raspando con cuchillos la piel una vez escaldada con agua hirviendo, los cascos de las pezuñas que se desprendían con un hábil giro en medio de tanta chamusquina y el contenido de los intestinos (que en tan aciago amanecer para el cochino, no había tenido tiempo de convertirse en grasa o proteínas), todo se aprovechaba. Incluso del pene se podía obtener un vergajo para avivar el paso de las monturas y la vejiga inflada podía servir como flotador para aprender a nadar en el río. Tras un minucioso trabajo de de-construcción, clasificación y sabia administración de sal y adobo de pimentón, todo ello capitaneado por el ama de casa, aquella redondez con patas que había sido el cerdo tan sólo unas horas antes, terminaba convertido en sartas de chorizos y morcillas, botillos, lomos, planchas de tocino, paletillas y jamones y también el unto de cerdo que estaba siempre a mano de las cocineras. Esta parafernalia prudentemente dosificada a lo largo del año serviría para alegrar cualquier plato.

Por la gran diversidad de productos que de él se obtenían, el gocho de Omaña podía asemejarse a una mina con múltiples frentes y galerías donde extraer carbón, metales preciosos y minerales de todo tipo y utilidad. En la minería cerdil había vetas proteicas, filones grasos y otros entreverados que propiciaban una dieta cerdo-céntrica que podía resumirse en que se comía cualquier cosa con una pizca de cerdo. Tantas pizcas de cerdo como días tiene el año, sin olvidar la importancia que tenía en la dieta los derivados de vaca y los huevos de gallina. Para ser justos, un blasón representativo de Omaña debería contener alguna alusión a cerdos, vacas y gallinas.

Creo que podría considerarse al unto o manteca de cerdo como condimento, al mismo nivel que el pimentón, la sal, el laurel o el tomillo. Si el pimentón daba colorido a los guisos de patatas o los huevos fritos, el unto era responsable de que el más espartano de los guisos pareciera que tenía sustancia, cuando solo era un poco de grasa en forma de ojos flotando sobre las sopas de ajo o un guiso de berzas.

Alguna trucha muy de tarde en tarde y el bacalao en salazón que permitía cumplir con la prohibición de comer carne en los viernes de cuaresma, completaban la dieta en aquellos tiempos difíciles.

Todo aburrido y repetitivo. Mis tías recuerdan que alguien apareció un día con un invento que pudo suponer una innovación en la rutina de las patatas, patatolas, patatas solas. Era una máquina de hacer fideos que una vez elaborados se colgaban de los varales de la matanza para que secaran. Habría que ver aquellos fideos pardos de harina de centeno y renegridos del humo que subía de las trébedes. Nunca vi semejante invento por la casa. Probablemente tras los duros años de posguerra incluso hasta Sosas llegarían los fideos de harina de trigo y aquel engendro caería en desuso.

La anterior reflexión sobre la dieta omañesa surge al hilo de una reciente conversación en casa de mis tías Tere y Pili (que nacieron y vivieron en Sosas), sobre la cantidad y diversidad de alimentos que desfilan por las mesas navideñas de hoy día y que solo de pensarlo nos hace sentir empachados mucho antes del día de Nochebuena. Fue la primera vez que oí hablar de la derritaina que comían en Nochebuena y que ellas recordaban como algo delicioso y destacable en aquella dieta espartana y repetitiva. Y, faltaba más, la derritaina también tenía que ver con el gocho. Con el unto, en concreto. Se calentaba en una sartén manteca de cerdo y cuando estaba derretida, de ahí lo de derritaina, se echaban manzanas y cebollas enteras que se dejaban hacer a fuego lento hasta que casi se deshacían. Se servía caliente espolvoreando algo de azúcar por encima y lo recuerdan como manjar de dioses en aquellas míseras navidades posteriores a la guerra civil.

A primera vista parece una bomba alimentaria, pero comparándola con el carrusel de mariscos, asados, pescados al horno, embutidos, quesos, dulces y turrones que trasegamos hoy día, quizá fuese preferible para la cena de Navidad un guisote de patatas o unas sopas de ajo con ojos de unto y, para cerrar , una rica derritaina omañesa. De hecho, no recuerdo un solo gordo en Sosas del Cumbral y por aquí los hay a patadas. Seguramente el problema será encontrar, entre tanta abundancia de alimentos provenientes de todo el mundo que hoy ponen delante de nuestras narices los supermercados, el humilde unto de cerdo. Créanme, me está apeteciendo una derritaina.

Imagen tomada de: caminandoporparedes.com

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

Cerrando el círculo – Rutas del pasado (recorridos con encanto)

2008 Convento de Santa María de Nájera. Esquema con los sepulcros de los reyes del reino de Nájera-Pamplona en el Panteón Real. Escudo de armas de Sancho Abarca (fachada).

Tras una vida profesional de no parar, el primer desafío que plantea la jubilación es no aburrirse. Se empieza por ordenar aquellas cosas que desde hace mucho se tenían abandonadas, como los miles de fotografías y diapositivas que dormían el sueño de los justos en las mismas cajitas y carpetas en que te las había entregado la tienda de revelado. Es una tarea que sin darte cuenta te adentra en los recuerdos de lo que ha sido tu vida y que se superponen a la melancolía de sentirte por primera vez un poco inútil. Cuando te das cuenta, te rebelas por semejante rendición anímica y decides que hay que imprimir mayor energía al porvenir. Por ejemplo, preparando como nunca el próximo viaje familiar. Los nietos cumplían cuatro, cinco y seis años y ya iba siendo hora de que se enterasen de los orígenes familiares y de cuan diferente era su mundo del que había vivido su abuelo hacía sesenta años.

Eufórico, me puse manos a la obra haciendo una especie de guión con lo más esencial que les quería contar. La energía de que me había imbuido y mi ánimo perfeccionista me llevó a desarrollarlo un poco más y al cabo de un mes tenía unas cien páginas repletas de recuerdos, con algunas fotografías intercaladas, que fue el germen de lo que hoy se puede leer en el blog Lembranzas. Ya tenía preparado todo el material necesario para el viaje familiar a León que haríamos a finales del verano de 2006. Visitaríamos Vegarienza, Sosas del Cumbral y Posada (origen de los de la Calzada) en el Valle Gordo, además del propio León y una visita rápida a El Bierzo. Hice un planing de actividades principales, hechos relacionados con cada lugar, cosas que ver y comer y una profusa lista de fotos que necesitaba para incorporar al escrito. Contenía actividades como «clases de tirar piedras al río«, ver y tocar todo animal doméstico que se nos pusiera por delante, montar en burro, contemplar la explosión de estrellas de la noche omañesa o excursión al campanario de Vegarienza, que me parecían sugerentes para niños que nunca habían estado cerca de un animal o tenido una piedra o un palo en su mano. La cecina, los fisuelos, empanadas y otras exquisiteces también tenían su hueco en los planes. Alquilamos un monovolumen para siete personas y allá nos fuimos a la espera de que los tres miembros restantes de la familia se reunieran con nosotros.

Mi madre sabía que Dolsé en Sosas del Cumbral aún tenía un burro, sin duda el plato fuerte del viaje, y le anunció nuestra visita. Cuando llegamos a Sosas engolé la voz y comencé a explicar cómo se herraban las vacas en el potro de herrar y cómo los chavales lo usábamos de aparato de gimnasia. Enseguida fui consciente de lo difícil que era explicar lo que era un pujavante y la complejidad de describir una herradura de vaca. Demasiados ademanes y circunloquios para niños acostumbrados a la inmediatez de los dibujos animados. Al poco mis nietos estaban tirando palos al río, observando excitados cómo pasaban flotando de un lado al otro del puente, mientras yo me preguntaba qué había fallado en mi exposición. Menos mal que el paseo en el burro Cubano fue todo un éxito y recuerdo la juerga de los adultos cuando el nieto mayor dijo señalando entre las patas traseras del burro los dos bultos negros que le colgaban, «Mirar, las tetas de Cubano«. A grandes expectativas, parejas decepciones y enseguida me di cuenta de que aún no era el momento para contarles a aquellas tiernas criaturas cómo había sido la infancia de su abuelo. A partir de ahí, escribir sobre mis recuerdos fue un vicio solitario sin más pretensiones que entretener el tiempo.

Sosas del Cumbral, Septiembre de 2006. Alex, Paquito y Diego montados en Cubano, el burro de Dolsé.

En cambio, cuando me interesé por la historia familiar de mi mujer, de la que apenas sabía nada, y propuse conocer sus lugares de origen, estuve siempre bien acompañado por ella, obviamente, y por una pareja de amigos, Antonio y Conchita muy viajeros ellos y él un enfermo de la historia de España, que siempre oficiaba de documentalista, guía y animador de cada una de las excursiones que hicimos hacía los lugares de los Vidal-Abarca, Servet, Rodero y Castel.

Empezamos en 2008 por La Rioja donde nos dimos un baño sobre los disputados orígenes del castellano. Del pretendido antepasado de mi mujer Sancho Abarca (ver Los Sánchez y Vidal-Abarca), lo más interesante fue visitar el monasterio de Santa María de Nájera apoyados en la profusa documentación y esquemas preparados por Antonio y atentos a sus explicaciones. Allí estaba la tumba del rey Abarca y su mujer Clara Urraca que figuraban en la base del árbol genealógico de la familia de mi mujer (ver Los `papeles de Blesa). No menos interesantes fueron las experiencias gastronómicas en casi todos los lugares como Haro y el tapeo en los alrededores de la Calle del Laurel de Logroño.

2008. Introducción histórica de la visita a La Rioja.Cuando en 2009 estuvimos por la provincia de Salamanca aprovechamos para acercarnos a San Felices de los Gallegos, lugar de origen de los Rodero (ver Los Rodero y los Castel). En los libros del ayuntamiento no encontramos ni rastro de los Rodero, quizá porque según nos dijeron pudieron inscribirse en Salamanca. Nos dijeron que en el cementerio había muchas lápidas con el apellido Rodero y allá nos fuimos por si podíamos concretar algunas fechas. Había varias lápidas con el apellido Rodero que la madre de mi mujer no reconocía. Su abuelo Emilio Rodero Lacalle firmaba como interventor general los billetes que emitía el Banco de España. Muy interesante la visita al castillo. En la vertiente gastronómica recuerdo las patatas revolconas y el cocido pantagruélico en Tamames, solo para gente recia y con ropa poco ajustada a la cintura.

A Cáceres, donde entroncaron los Rodero y los Castel y aún tiene familia mi mujer, hemos ido varias veces y siempre con muy buenas sensaciones. En la Plaza Mayor aún se encuentra la Farmacia Castel, que ya no es de la familia y que en 2012 todavía conservaba el aire de farmacia antigua. Imprescindible la visita al espectacular y bien conservado casco histórico y no pasar por alto las migas, las roscas de alfajores y la torta del Casar entre otras exquisiteces.

En 2015 estuvimos en la región de Murcia, tierra a la que llegó una rama de los Abarca, estando probado que los Vidal-Abarca ya vivían en 1578 en Alhama de Murcia. A primeros del siglo diecinueve llegaron a Murcia desde Cataluña los Servet, comerciantes en tejidos que se convirtieron en potentados y que fueron coetáneos de los Vidal-Abarca. De la tercera generación de Servet murcianos nace Ana Servet que casó con un Vidal-Abarca aunque ya solo fuera Sánchez de primer apellido. Lío de apellidos aparte, fue muy interesante la visita a Alhama de Murcia. Vimos la casa donde murió el último Vidal-Abarca, bisabuelo de mi mujer, y la finca Torre de la Paz, escenario del impagable relato Mis Recuerdos de Maruja Sánchez Servet, tía de mi mujer, sobre las peripecias familiares durante la guerra civil. Muy entretenida la visita al museo marítimo de Cartagena y constatación del poderío de los Servet ante La Casa del Reloj de San pedro del Pinatar, entonces su residencia de verano y hoy restaurante.

Para este año de 2018 ya tenemos esbozada una excursión que promete ser muy interesante a Aragón. Aprovecharemos para visitar Villanueva de Sigena donde nació Miguel Servet, otro de los pretendidos ilustres familiares de mi mujer (ver Miguel Servet) y está casi decidido que no iremos a Chía, en Huesca y origen de los Castel, por quedar un poco a trasmano y saber a través del libro Joaquín Castel-La burguesía emprendedora en Extremadura de Pilar Bacas, pariente de mi mujer, que en 2012 solo quedaba en el pueblo un biznieto, ya sin el apellido Castel, de una hermana del antepasado José Castel.

Y allá, más al fondo, quedaría la visita a Castelltersol, cerca de Barcelona, de dónde eran originarios los Servet, laneros de oficio y que transmutaron en magnates murcianos. Espero tener tiempo para esta visita, antes que yo mismo me haya convertido en historia y de que sea necesario cruzar una frontera con el pasaporte en la mano.

De estos viajes no obtuve casi ningún dato familiar nuevo aunque si algunas fotos interesantes y fue emocionante visitar lugares conectados con la familia de mi mujer, desconocidos para mí pero que había imaginado muchas veces mientras escribí las distintas piezas de Cerrando el círculo familiar. Fueron pequeños viajes de tres o cuatro días, organizados a nuestra conveniencia y sin prisa para nada, que no llegan a cansar y que dan lugar a infinidad de anécdotas, recuerdos, alguna que otra satisfacción gastronómica y también sentir, en mayor o menor medida, las vibraciones de los antepasados de mi mujer en los lugares en que vivieron. Por si alguno de las generaciones actuales, que algo tendréis de Abarcas, Servet, Rodero y Castel, queréis repetir la experiencia, tengo guardados todos los mapas, esquemas, folletos, fotografías, etc. Puedo aseguraros que todos fueron viajes interesantes, aunque mi opinión pueda no ser objetiva pues habiendo dedicado tanto tiempo a descubrir lo que no sabía de la familia de mi mujer, vuestra madre, abuela, tía, hermana, prima, etc, he podido terminar algo influenciado y confieso que había un cierto morbo por conocer los lugares de tanto antepasado ilustre con los que un simple García había emparentado sin ser consciente de ello. Dios, ¡tanta gloria pasada me abrumaba! (ver De García arriba, nadie diga). Ahora que ya no queda en la familia ni un Vidal-Abarca ni un Servet ni un Rodero ni un Castel, quizá sea el momento de que os animéis a visitar estos lugares y sentir las vibraciones telúricas que inevitablemente surgirán de los lugares donde vivieron. No olvidéis llevar en vuestros móviles el ePub de Cerrando el círculo familiar, la mejor guía conocida de la historia familiar. Y si las vibraciones no son muy perceptibles, seguro que las tortas de alfajores y las patatas revolconas dejarán en vuestro espíritu el aroma de aquellos lugares y de vuestros antepasados. Amén.

Autor de los esquemas: Antonio Jiménez Salido.

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

El tío Pepe (en un rincón de tu memoria)

El Jay observa atento el más mínimo ademán de tío Pepe, impaciente por obedecer sus órdenes.

Esta foto me encanta pues creo transmite de forma genuina cómo éramos entonces en Omaña. El tío Pepe con un atuendo que un cursi podría calificar de informal, en realidad representa la forma en que se vestía por allí, ropa que resguardaba del frío y apropiada para caminar por el monte, siempre a riesgo de sufrir algún desgarrón que rápidamente repasaría la abuela, la boina muy usada y bien calada y el bolso de la chaqueta repleto de cartuchos que él mismo habría recargado una y cien veces. Se apoya en la escopeta calibre 12 de la familia, que siempre estuvo colgada del perchero de la entrada principal de la casa y que de vez en cuando acariciábamos los chicos imaginando cuando seríamos lo suficientemente mayores para que nos dejaran utilizarla. Recuerdo que nunca percibí como algo peligroso que la escopeta estuviera al alcance de los niños. Era un elemento más del ajuar de la casa, tan útil e inofensivo como la máquina de coser o el molinillo de café. Aunque no se ve en la foto, debajo de la chaqueta y bien sujeto al cinto, el tío Pepe llevaba un manojo de tiras de cuero rematadas con una anilla que servían para colgar por el cuello las perdices abatidas al vuelo o las tórtolas cazadas al acecho. Las piezas cobradas colgaban a lo largo del muslo bamboleándose al ritmo de la marcha, punteando de sangre el pantalón y hubo veces que algunas eran tan pesadas que se le perdieron al tronchase el cuello. El escenario podría ser el alto que hay entre las Llamas de Castriello de Vegarienza y Garueña. El perro Jay era de Paco el de tío Baldomino y hasta muy viejo siempre estuvo dispuesto a acompañar a cualquiera de mis tíos en sus cacerías.

En todas las casas solía haber una escopeta y la caza era consustancial con la vida en el campo. Era útil para las batidas al lobo cada vez que había una matanza de ovejas (ver El lobo) o cuando se le intentaba cazar al acecho en invierno ya que el número de aquel implacable depredador y protagonista de casi todos los cuentos infantiles debía mantenerse a raya, aunque también servía para algo más lúdico como la caza de perdices, codornices y palomas torcaces. Cuando el tío Pepe había juntado unos cuantos cartucho vacíos, bajaba a la cocina la lata de galletas maría con la pólvora, los perdigones, los tacos separadores y la rebordeadora que fijaba a la mesa con un tornillo cuidando no estropear el hule a cuadros que hacía las veces de mantel. Una vez relleno cada cartucho con las dosis adecuadas de pólvora y perdigones y debidamente señalado el calibre de los mismos, recuerdo eran del 10 para las codornices del 6 para perdices y torcaces y postas para el lobo, me lo pasaba a mí para colocarlo en la rebordeadora que los dejaba tan bien cerrados como los que se compraban en las armerías de León. Aquellos preparativos se desarrollaban con toda normalidad en la cocina, mientras la abuela trajinaba con las nateras junto al fregadero o repasaba unos calcetines cerca de la ventana y el abuelo releía un periódico atrasado o pensaba en que había que bajar los piértigos del desván porque el centeno ya estaba granado y la maja era inminente. Quizá esta normalidad explicara por qué no se consideraba peligroso que la escopeta colgara de una percha a la vista de todos.

Claro que el sentido común de los mayores pudo pasar por alto que la atracción o curiosidad por las armas de alguno de los chavales que veíamos a diario aquella preciosa escopeta de dos cañones y perrillos a la vista podría provocar alguna travesura más o menos peligrosa (ver Asustando grajos) que tuvo en vilo a todo el pueblo durante días al escuchar disparos a deshora y por doquier. También recuerdo que cuando tío Pepe vino de permiso de las prácticas de milicias, en la mesa de su habitación, que como todas estaba siempre con la puerta abierta y que periódicamente yo visitaba ya fuera para realizar el encargo de recoger algo o por mera «curiosidad«, me sorprendió ver una pistola Luger sobre el libraco Los cipreses creen en Dios, dos objetos que miraba con respeto. La pistola por precaución, pues no conocía su mecanismo ni sabía si estaba cargada y el libro porque su tamaño sugería indigestión segura. Hay una foto mía con catorce o quince años en que se me ve simulando encañonar con la escopeta a un grupo de gitanos mayores y niños que pasaban por la carretera que, para colmo, parecen divertidos con la broma que fue consentida, lo cual no es óbice para que me avergüence cada vez que la veo pues refleja la consideración que entonces teníamos de los gitanos y lo poco gracioso de la broma. Si, las armas me atraían, pero tras los primeros tiros con la escopeta familiar en el monte al filo de los diecisiete o dieciocho años, jamás he vuelto a participar en ninguna cacería.

Cada vez que veo la foto de tío Pepe cazando no puedo por menos que reparar en el contraste entre su indumentaria de cazador omañés y el elegante terno con que se casó con tía Vilma en Perú, otra foto familiar que constituyó por mucho tiempo el disparador de las añoranzas sobre el tío al que de pronto dejamos de ver siendo unos críos, pero del que ya atesorábamos buenos recuerdos. Como era usual en aquella época, Sudamérica era tierra de emigración para muchos españoles y en la familia de mi madre hubo al menos cuatro miembros que formaron parte de ella. El primero fue el tío Federico, fraile agustino hermano de mi abuelo, que emigró a Perú donde murió (ver El tío fraile) y le siguió la tía María que trabajó durante muchos años en Brasil como enfermera. El tío Pepe debió irse hacia 1956 y tras una estancia de meses en Brasil sin encontrar trabajo, siguiendo las indicaciones de tío Federico recaló en Perú donde se estableció y formó su familia, regresando en contadas ocasiones en viaje de visita familiar. Desde hace unos años esta corriente migratoria ha cambiado de sentido y algunas de sus hijas se han establecido con sus familias en España. Es el vaivén de la historia y de las familias. Aunque quizá no pueda considerarse en sentido estricto como emigrante, la cuarta persona de la familia que se fue a Sudamérica fue la tía Tere que vivió unos cuantos años en Ecuador.

Como sus otros nueve hermanos, tío Pepe nació en Sosas del Cumbral y allí sucedió la primera historia que me llega de él. Parece que los hermanos habían estado tirando un nido de pájaro ayudándose de un varal (palo largo) de los que se usaban para colgar los chorizos y morcillas al humo en la cocina vieja. Estos varales, si se utilizaban para remover las brasas del horno donde se cocían las hogazas de centeno y las empanadas, a fuerza de quemarse tenían el extremo aguzado como una lanza. El caso es que después de tirar el nido mandaron a Pepe, como era el menor de los varones tenía que hacer todos los recados, que devolviera el varal a su sitio y parece que iba tan a prisa para volver rápido y no perderse lo que hacían sus hermanos con los pajarillos, que la mala fortuna hizo que pinchara con el varal el pellejo en el que el abuelo guardaba el vino que se sacaba a diario para las comidas y rellenar la bota que llevaba al campo. Empezó a manar vino como si fuera una fuente y la abuela y las hermanas no daban abasto a poner cacharros para evitar que se desperdiciara aquel preciado líquido (de primera necesidad podría decirse) mientras se devanaban los sesos sobre cómo decírselo al abuelo para dejar a salvo a Pepe, sin incurrir en mentira.

Creo que hasta que me casé he pasado todos los veranos en Omaña, los primeros en Sosas donde debí encariñarme con todos los tíos pero especialmente con Pepe. En uno de sus viajes a España me contó que en una de sus vacaciones de estudiante, yo tendría unos dos años y él quince o dieciséis, cuando yo me despertaba y no le encontraba por casa me ponía a gritar a todo pulmón, «Pepeee, Pepeee, ….«. Debía ser muy niñero y los sobrinos siempre andábamos a su alrededor pues nos dejaba acompañarle incluso cuando podíamos ser un estorbo, como en la perpetración de «delitos» tan serios por aquellas latitudes como quitar el agua a un vecino para regar los prados propios. Lo he contado en El fin del mundo y no me resisto a transcribirlo:

“En una ocasión el tío Pepe nos llevó a los pequeños con él para que le avisáramos si aparecía el Tremoriego, porque él iba a quitarle el agua que le correspondía y así regar el prado de La Tablada, que era del abuelo. Nos quedamos jugando en el camino, pero vigilando. Yo no era consciente de ser cómplice de un ‘delito’ y que, por tanto, era exigible una cierta discreción. Cuando vi venir al Tremoriego, siguiendo las órdenes recibidas dije a grandes voces ‘Pepeeee…, ¡que viene el Tremorieeeego!’. El Tremoriego me oyó y, cuando estuvo a nuestro lado, me dijo muy enfadado ‘Oye chaval, yo me llamo Joaquín. ¿Es esa la educación que te están dando en tu casa?’ y con toda la intención pues, no en vano, yo era nieto del señor maestro. Yo me quedé todo corrido y, a partir de entonces, daba grandes rodeos para no cruzarme con él.»

Hasta hace poco que vi una foto con la leyenda San Miguel de Escalada donde se ve a Pepe y otros dos compañeros con sotana, no supe que estuvo en el seminario bastantes años, no sé si con la intención de ser cura lo que hubiera sido todo un acontecimiento en una familia tan pía o simplemente para estudiar a expensas de la Iglesia. Estudió veterinaria en León y estudioso e inteligente como era acabó número uno de su promoción y fue alumno interno del decano Ovejero, que venía a ser como ayudante de cátedra. Terminada la carrera, las milicias y no encontrar trabajo, algo incomprensible con su expediente académico en una provincia con ganadería tan abundante, estuvo una temporada en Vega ayudando a los abuelos y haciendo sus primeros pinitos como veterinario. Creo que cobraba una pequeña cantidad (iguala le decían a aquella modalidad de contraprestación) a los que tenían ganado, lo que les daba derecho a que atendiera a sus animales ya fuera para un parto o cuando las vacas entelaban (el vientre hinchado por los gases a consecuencia de una ingesta abundante de hierba tierna o alfalfa) o cualquier otro percance de salud. Parece que tenía la vista puesta en una plaza de veterinario en la Diputación que se iba a convocar de forma inminente, pero la impaciencia, el ímpetu juvenil y quizá el sentimiento que entonces se tenía de Sudamérica cómo tierra de oportunidades con extensas haciendas ganaderas le hizo tomar la decisión de emigrar. Paradójicamente, al poco tiempo de irse a América salió convocada la plaza de la diputación que probablemente hubiera obtenido y su vida habría sido radicalmente distinta.

Su oficio de veterinario autónomo en Vegarienza, antes sus tíos los doctores Paco y Bernardino González habían hecho lo propio con las dolencias de los paisanos de la comarca, fue el causante involuntario de que por primera vez yo tomara consciencia de que hasta los más valientes tienen sus momentos malos. La Montañesa era una magüeta (vaca joven) del abuelo a la que le había salido un bulto enorme en el anca derecha y después de un tiempo tratándola con antibióticos sin que la hinchazón bajara, Pepe decidió sajarle el absceso. Era un día de bastante calor cuando llevamos a la Montañesa al potro que usaba el herrero para herrar vacas y caballos, donde una vez inmovilizada le hizo una raja con el bisturí en la hinchazón por donde empezó a salir a presión un chorro purulento como si fuera un surtidor. Se me aflojaron la piernas al instante y, aunque me senté, empecé a sentir un vacío en el estómago mientras observaba aquel surtidor infecto que no cesaba. A punto de perder la conciencia y a pesar de lo interesante del momento, me tuve que alejar despacito del chorro amarillento y, como flotando, me llegue hasta casa para intentar recuperarme a la sombra reparadora del nogal. El mismo fenómeno de flojera me ha ocurrido luego en alguna visita al hospital cuando veo tubos saliendo y entrando en bolsas vertiendo líquidos extraños.

Creo que el desempeño como veterinario le ocupaba tan poco tiempo que le permitía ayudar en las tareas del campo y los cuidados ordinarios de los animales de casa. En una ocasión en que el tío Pepe estaba limpiando la cuadra de las vacas y sacando el estiércol al corral, al pisar el garabato (pala de pinchos curvos) se hizo un agujero en el pie y recuerdo como gritaba del dolor mientras se limpiaba y vendaba la herida él mismo. También había tiempo de sobra para la caza y la pesca que practicaba de forma muy original con un arco hecho con ballenas de paraguas y usando como flecha una ballena afilada en el asperón y atada al arco con un bramante. Se le podía ver a menudo pescando bajo los salgueros de la huerta donde las truchas acostumbraban a posarse a mediodía a la sombra de palos y piedras, acompañado de su amigo Genarín de Santibáñez, el médico.

En Perú se casó con la tía Vilma y trabajó en una hacienda ganadera. Creo que luego tuvo su propia ganadería, pero los vaivenes económicos y la inestabilidad del país debió hacerla inviable. Desde su marcha ha venido tres o cuatro veces a España y siempre tiene la amabilidad de vernos, o cuando menos llamarnos, a los sobrinos que dejamos de convivir con él cuando yo debía tener doce años. Por teléfono su forma de hablar me recuerda a Vargas Llosa, pues el deje peruano ha vencido al del castellano de Omaña. Siempre me ha parecido juicioso y cuando habla tengo la sensación de que tiene las ideas y las opiniones bastante bien elaboradas. Revisando documentos de mi madre he sabido que su nombre completo era José Joaquín, el segundo nombre supongo que por su abuelo paterno de Posada.

En plena canícula madrileña de 2017 le he visto por última vez en casa de sus hermanas Pili y Tere donde nos juntamos varios sobrinos con algunos hijos y, a la vieja usanza, compartimos una tarta, pastas y algún refresco bajo conversaciones entrecruzadas que hacían difícil entenderse. El tiempo que a ninguno perdona ha hecho de aquel mocetón de las fotos bien parecido, abundante pelo negro muy peinado hacia atrás, sonrisa franca y contagiosa, cuya fortaleza física contrastaba con mi endeblez de crio hasta el punto que me tenía doblando mis brazos cada poco intentando adivinar si mis bíceps podrían parecerse alguna vez a los suyos, se ha convertido en un viejecito de 87 años, no muchos más que yo que también voy para viejito, que se ayuda de un bastón para caminar y con algunas vacilaciones de memoria que requieren de la ayuda de tía Vilma. Aquellos brazos que amenazaban romper las costuras de las recias camisas verde caqui que trajo del servicio militar, y que durante décadas formaron parte de nuestra indumentaria para las labores del campo, hoy parecían los de un niño de pura delgadez. Apenas pudimos hablar en aquella concurrida reunión sobrinesca y mi familia fue la primera en despedirse. Cuando estábamos esperando el ascensor acompañados por tía Tere, vi que se acercaba a nosotros despacio y muy erguido por el pasillo de la casa y me dijo, creo que algo emocionado, «Yo te llevé a Sosas» refiriéndose al viaje que hacíamos desde Vegarienza hasta Sosas cuando llegábamos de León para pasar el verano, subidos en el carro de las vacas que rebosaba de equipaje, padres y gente menuda con la emoción desbordada por la añoranza de colores, olores, sabores y cariños ausentes. Las vacas con su insufrible parsimonia ponían a prueba nuestra paciencia y nos hacían dudar si alguna vez llegaríamos a aquel pueblecito cerca del fin del mundo, donde nos esperaban abuelos y tíos sonrientes y con los brazos extendidos, el perro que nos cubriría de lametones, la mantequilla untada en pan de centeno, los renacuajos en la presa de al lado del camino y el permanente olor a boñiga que hacía tiempo había dejado de ser incómodo y era más bien como un aroma que nos confirmaba que estábamos en Omaña, el paraíso de nuestra infancia. Yo fui el primer sobrino que hubo en la familia y el tío Pepe, a pesar de su memoria menguante, aún recordaba aquel episodio de setenta y tantos años atrás. Para mí fue una muestra impagable de ese cariño que la distancia impide que sea cotidiano, que casi no se ha desgastado y que permanece ahí agazapado esperando la ocasión de manifestarse aunque sea muy de tarde en tarde con motivo de una visita, alguna noticia o una foto que llega en el correo. Reviviendo luego la escena, yo también me he emocionado. Gracias, tío Pepe, por mantenerme en ese rinconcito de tu memoria y larga vida. Seguramente, lo que se olvida es porque realmente no fue tan importante y uno puede desprenderse de ello para ir más ligero a medida que pasan los años.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

El gran salto (hombre rico, hombre pobre)

En Vegarienza, coche de línea parado ante la plazoleta de la casa de los bisabuelos maternos del autor, Bernardino y Ana, que aparecen en primer plano junto a dos nietos. Detrás la casa de Nela y, al final de la cuesta, la Era Vieja.

En Vegarienza, coche de línea parado ante la plazoleta de la casa de los bisabuelos maternos del autor, Bernardino y Ana, que aparecen en primer plano junto a dos nietos. Detrás la casa de Nela y, al final de la cuesta, la Era Vieja.

La vida con mis abuelos en Vegarienza se desenvolvía bajo los usos y costumbres habituales de la mayoría de los vecinos del pueblo, nada diferente a lo que también yo conocía de la etapa en Sosas del Cumbral y que me parecía común con los demás pueblos de la comarca. Era una vida centrada en el cuidado de los animales que aportaban elementos básicos del sustento diario y que ayudaban en la ardua tarea de mantener productivos los prados y las tierras que con sus productos completaban las necesidades de aquella vida sencilla, gobernada por una tradición y técnicas de labranza y pastoreo que venían de muy antiguo.

Los días se sucedían de forma rutinaria solo alterada por la sucesión de estaciones que imponían tareas diferentes. Poco después de la llegada de las golondrinas, a la rutina veraniega se superponía la llegada de los hijos que vivían fuera, algunos con numerosa prole, y todos nos poníamos a las órdenes de los abuelos incorporándonos con naturalidad a las tareas del campo. Éramos una segunda y tercera generación que estábamos ausentes la mayor parte del año pero que nos sentíamos muy próximos a aquella forma de vida.

De vez en cuando aparecían por allí los hermanos de mi abuela en visitas fugaces de pocas horas. Lo suficiente para ponerse al día de las novedades familiares y disfrutar del refrigerio con lo mejor de la matanza con que la abuela les obsequiaba. Por allí pasaba Heliodoro cuando bajaba a León desde El Villar de Santiago, Bernardino con tía Evelia desplazándose desde León donde vivía, y Paco que casi siempre lo hacía acompañado de alguno de sus hijos que aprovechaban para ir de caza con mi tío Pepe y el primo Paco. Heliodoro era el único que aún mantenía la boina en su indumentaria, pero todos vestían con traje y zapatos al modo ciudadano y llegaban en sus propios coches, signo entonces de cierta holgura económica.

Para los que habíamos llegado montados en el autobús de Beltrán acarreando nuestro equipaje al único sitio donde podíamos permitirnos veranear al amparo de la despensa de los abuelos, aquellas visitas familiares nos traían el aroma de la gente importante, de la gente rica. Está sensación se reforzaba cuando contemplábamos pasar por delante de la casa los rebaños de ovejas, flanqueados por «encarrancados» mastines y seguidos por varios pastores y yeguas percheronas que acarreaban la impedimenta, propiedad de los tíos Paco y Bernardino. Yo me preguntaba cómo era posible que aquellos hombres desenvueltos, con pinta de ricos y que parecían disfrutar de gran desahogo económico fueran hermanos de mi abuela que no había dejado de trabajar ni un solo día de su vida para tener justo lo necesario para vivir. Cómo podían proceder de la misma familia.

Mis noticias sobre la familia de mi madre comienzan con los bisabuelos Bernardino y Ana viviendo en Sosas del Cumbral en una casa cerca del puente, contigua a la de Don Restituto el cura, con un amplio corral que al fondo terminaba en las peñas y al frente daba al camino. Recuerdo una enorme galería de madera que recorría casi toda la fachada. Bernardino debía pensar en algo más que en sus vacas y sus fincas y algún tiempo debió dedicar a atisbar el futuro, concluyendo que el arado y el ordeño solo conducían a una vida trabajosa y esclava. Lo compaginó con una incipiente actividad comercial que se desarrollaba en una estancia en la planta baja que debió ser cantina y tienda donde se vendían ultramarinos y otros enseres. En una visita a Sosas con trece o catorce años, Almudenina nos enseñó la casa y en los cajones de lo que fue cantina encontré cartas de la época de las que arrasé todos los sellos y seguramente perdí la ocasión de conocer noticias ciertas sobre la familia y su actividad comercial, algo imperdonable y solo achacable a la inconsciencia.

Cuando al bisabuelo Bernardino se le quedó pequeño Sosas, el pueblecito que yo siempre asimilé al fin del mundo, se fueron a vivir a Vegarienza al pie de la carretera de Villablino a León, justo donde desembocaba el camino de Sosas y se juntaban los ríos Omaña y Baltaín. Por aquel cruce de caminos pasaban los habitantes de los pueblos del valle del Baltaín, del Valle Gordo y pueblos del río Omaña arriba camino de los mercados de ganado. A partir de una casa tradicional de renegrida cocina con sus correspondientes trébedes y pregancias, edificó una casa grande con trece o catorce estancias, cuadras para más de una docena de vacas, amplio corral rodeado de diversas cortes y de una zona porticada comunicado con la huerta que lindaba con los dos ríos. Se decía que «el buen paño en el arca se vende«, pero el bisabuelo debió pensar que era conveniente acercar al arca al lugar por donde transitan los compradores. Era el sitio ideal para que un comerciante avispado pusiera su tienda. Dedicó más de la mitad de la planta baja, dotada de amplias estanterías, a comercio donde despachaban comestibles, útiles y herramientas y todo lo que solía ser habitual en la época, que reponía yéndolo a buscar carretera abajo con un carro tirado por bueyes con el que llegaba incluso hasta Astorga (ver El bisabuelo Bernardino).

No se si antes alguien de la familia se dedicó al comercio o fue el bisabuelo Bernardino el primero en dedicarse a ello, el caso es que debió ser un hombre hábil para los negocios. Parece ser que iba por los pueblos comprando ganado que después de tenerlo pastando en prados y montes vendía. En la foto de cabecera está ataviado con un guardapolvo parecido al que usaban los tratantes de ganado que yo conocí en los mercados de Riello y El Castillo. Probablemente se dedicará a otras actividades comerciales pues uno de sus nietos, mi tío Emilio, se refería a él como el «abuelo cambalache» aludiendo a su habilidad para comprar, vender y cambiar. Entretanto seguía pendiente de la marcha de las fincas y cuidado de los animales pero las tareas del día a día las tenía encomendadas a varios criados.

Seguramente la bonanza de los negocios reforzó su antiguo convencimiento de que la vida de agricultor que había llevado anteriormente no era lo más adecuado para alguno de sus hijos que apuntaban espabilados y los mandó fuera a estudiar con acuerdo del mayor, Heliodoro, que se hizo cargo de las obligaciones en la casa que hubieran correspondido a sus dos hermanos. Paco y Bernardino volvieron con su título de doctores y ejercieron de médicos en la zona, pasando a ser don Paco y don Bernardino. Paco debía ser un buen otorrino y enseguida dispuso de clínica en León y Madrid donde pasaba consulta y operaba. Con facilidad para relacionarse, fue diputado a Cortes por Zamora y se decía que tenía acceso a determinados círculos de influencia lo que le permitió conseguir que el camino de Sosas, su pueblo natal, se convirtiera en carretera. Cuando yo conocí a tío Bernardino vivía en León y creo que ya no ejercía de médico, ocupándose de la fundación Carballo, de la gasolinera de San Marcos y de una ganadería en Mansilla de las Mulas, negocios que creo compartía con su hermano Paco. Heliodoro también dejó Vegarienza estableciéndose en El Villar de Santiago donde se dedicaba a la industria del carbón. Desde entonces, a ellos y a sus hijos solo les vimos en Vega en visitas fugaces.

Concha se casó y vivía en León aunque nunca percibí en ella el aura de gente rica que acompañaba a sus tres hermanos. Entretanto mi abuela y el tío Baldomino, el menor de los hermanos, siguieron la tradición campesina en Sosas del Cumbral y Vegarienza respectivamente donde sacaron adelante con mucho trabajo a sus abundantes proles de diez y trece hijos. No se sí también ellos tuvieron la oportunidad de estudiar y la actitud necesaria para cambiar de vida, pero está claro que la familia se partió en un bloque continuista que se mantuvo en el mismo lugar donde habían vivido sus antepasados por siglos y otro más osado que tuvo que aprender a bandearse en un entorno desconocido hasta entonces para ellos y en el que parece ser que triunfaron. A mí me correspondió descender de la rama tradicional, lo que me ha permitido conocer a fondo como se vivía en Omaña y que intento contar en este blog.

No deja de asombrarme que un hombre de pueblo entendiera con tanta clarividencia que seguir apegado al terruño y las costumbres no era el único camino y empujó a parte de la familia a dar el gran salto. El resultado fue que tres de sus hijos gozaron de una buena posición económica y social que de alguna forma influyó en los padres que quedaron en el pueblo. Lo efectos más vistosos que conozco de la transición del campesinado a hijos bien situados y con costumbres más mundanas, es un busto del bisabuelo Bernardino que replica sus acentuados rasgos, impensable en un campesino de Vegarienza, y que a la muerte de la bisabuela Ana (García González) se publicaran esquelas en ABC y PROA avisando de las indulgencias concedidas por el obispo de León y un obituario del corresponsal de PROA en Murias de Paredes refiriéndose a ella como Ana García de Cumbral González. Se había iniciado el salto del anonimato omañés a la sofisticación mundana. El resto de la familia, seguramente menos osados, seguimos la trillada senda de la sencillez y la intrascendencia.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

Caminito de Sosas (antes polvo, ahora, como todos)

Placa del camino de Vegarienza a Sosas del Cumbral.

Placa del camino de Vegarienza a Sosas del Cumbral.

Seguramente algunos de los que viven en Vegarienza, de fijo o solo durante el verano, nunca hayan reparado en una placa de mármol colocada en la fachada del Centro de Salud que da al camino de Sosas con la inscripción «CALLE Y CAMINO DEL Dr Fco GONZALEZ GARCIA» agradeciendo a don Paco, así se conocía al hermano de mi abuela, su intermediación para la mejora del camino. Esta placa se colocó inicialmente en la fachada de la escuela y cuando se derribó para edificar en el solar el consultorio médico pues en el pueblo ya no quedaban niños que desborricar, se ha repuesto recientemente tras muchos años de estar extraviada en el ayuntamiento de Riello. Creo que es la única placa en Vegarienza que da nombre a una calle, un pueblo constituido por casas que bordean este camino y la carretera de la Magdalena a Villablino. Aunque no lo parezca, esa cinta de asfalto de seis kilómetros que va de Vega a Sosas pasando por Garueña, antes fue un rústico camino de tierra donde las pisadas se amortiguaban por una fina capa de polvo. Ahora sigue siendo calle y carretera, pero no camino.

Si prescindo de tareas tan anodinas por repetitivas como ir al trabajo o a clase, creo que no hay camino que haya pisado tantas veces en mi vida como el de Sosas del Cumbral. Allá, allá se irá con el camino de las llamas de Castriello a donde íbamos tarde tras tarde con las vacas. La primera vez lo recorrí con poco más de un mes, montado en el carro de las vacas con el que mi abuelo vino a buscarnos al autobús a mis padres y a mí en el primer verano de mi vida en Sosas. Y así sucedió en los cinco o seis veranos siguientes en que cada vez íbamos más apretujados en el carro, pues cada año éramos más en una carrera descontrolada hacia la familia numerosísima. Con seis años acompañé a mis abuelos camino abajo cuando se trasladaron a vivir a Vegarienza al dejar él de ser maestro de Sosas, montado también en el carro de las vacas en el poco espacio que dejaban los enseres domésticos y rumiando cómo iba yo a vivir sin los amigos que dejaba atrás y sin los rincones del pueblo que me gustaba frecuentar.

Ya en Vega recorrí muchas veces el tramo inicial del camino acompañando a mi abuelo a segar verde en el prado de El Valle. Iba caballero de la burra y quedaba encargado de hacerla pasar el río mientras mi abuelo afilaba el guadaño. Hubo veces que fue imposible hacer que la burra se mojara los cascos y era mi abuelo con cerca de setenta años quien tenía que cruzar el río por las pasaderas con el saco de verde al hombro. A la vuelta iba correteando al lado de la burra, agarrado una esquina del saco de verde y maquinando como vengarme del jumento que, como tantas otras veces, me había dejado en evidencia. Este trayecto se repetía a diario en otoño cuando las vacas pastaban la hierba del prado durante varias semanas. Allí iba también con mi abuelo a regar y a colocar trampas para los topos, que tenían el prado tan minado que la escasa agua de riego disponible se colaba por las topineras.

Hasta llegar a casa de “el Asturiano”, el camino era calle del pueblo y lo recorrí en innumerables idas y venidas para ir a la iglesia por la mañana y por la tarde durante años. O a echar un vistazo a los guindales de al lado del río, pasada la iglesia, para que no se pasasen las cerezas y se las comiesen los pájaros.

Era un camino de tierra en suave ascenso hasta Sosas, emparejado en muchos tramos con el río Baltaín. El pausado caminar del carro, animales y vacas hacía que el polvo no molestase. Ni siquiera la moto de Antonio el guardamontes con su rodar tranquilo, hacía que el polvo se alborotase. Solo se evidenciaba cuando algún caminante con prisa por llegar al autobús veía como se había depositado sobre sus zapatos y las vueltas del pantalón. Por eso algunas mujeres más coquetas y previsoras, hacían el camino en alpargatas y solo se ponían los zapatos al llegar a Vega. Fue con la llegada de los primeros coches, como el Land Rover de Angelín que acarreaba la leche del valle del Baltaín al camión lechera, cuando nos percatamos que había polvo en cantidad por la polvareda que nos ahogaba cada vez que nos cruzábamos con un vehículo.

Cuando ya no había carreteras en el país donde emplear el asfalto, alguien tuvo la genial idea de sepultar el polvo del camino bajo una capa negra de aglomerado. Aquí ya no fue necesaria la intervención de don Paco, era el signo de los tiempos que aconsejaba este método para desembarazarse de los excedentes de aglomerado. Desapareció el polvo, las boñigas y el encanto de pisar por aquel mullido camino de siglos.

En los últimos veranos que he estado por allí, día si y día no me iba caminando hasta Sosas. Era un paseo muy entretenido pues cada curva, camperita o tramo del río Baltaín me traía algún recuerdo. En el tramo hasta Garueña recordaba las veces que lo recorrí con mi primo Jose a ver a su abuela o a comprar huevos (ver Guardianes del camino) y pude constatar que ya no había que preocuparse por los aguerridos perros guardianes, pues ya no había ovejas ni vacas que guardar. En el tramo de río por encima de Garueña me costó trabajo ver por entré los árboles los pozos en la roca donde alguna vez intentamos pescar truchas. Poco antes de llegar al arroyo Rugís me detenía ante la peña en la que la intervención divina (ver El milagro) evitó que las malas artes de la burra de mi abuelo destruyera definitivamente la confianza que él había depositado en mí, cuando me envió con siete años a cobrar unos cuartales de centeno en pago de la renta de algunas tierras arrendadas en Sosas. Pasado Rugís enseguida intentaba reconocer cual era la campera en que los lobos habían comido la burra de Benedito, pero eran todas muy parecidas y no conseguía decidirme por ninguna pues no vi por lado alguno los huesos del jumento que señalaron durante años el incidente y que seguramente habían sido consumidos por el sol. O cual era el prado de La Tablada donde mis tíos le dieron un gran susto a Joaquín «el Tremoriego» fingiendo que eran huidos de la guerra, para que se fuera a casa y les dejará regar a ellos. O cuidando que no me pasase inadvertida la escombrera de carbón, que siempre me hizo preguntarme cómo era posible que allí hubiera carbón y que la gente siguiera cocinando con madera de roble.

Con unas cosas y otras, impaciente en cada curva por divisar las casas del pueblo, entraba en Sosas y en las primeras casas me encontraba con Elpidio al que reconocí al instante y con Benilde que tienen las casas frente por frente. Ellos a mí no me reconocían pues delante tenían a un hombre ya mayor, al que no veían desde que yo tenía seis años. Me plantaba un buen rato delante de la que fue casa de mis abuelos, en el puente rememoraba la pesca de renacuajos y sastres a la orilla del río y recordaba el olor a jabón casero que desprendía la ropa que las mujeres aporreaban sobre las tablas de lavar. Subía hacía la iglesia y releía en su fachada la placa del centenario de Bernardino, el otro médico de la familia, y me detenía viendo evolucionar a los peces de colores en la fuente del barrio de La Villa antes de acercarme al cementerio y constatar que allí había muchos Calzada, González y García, responsables en parte de que yo esté aquí haciendo este ejercicio nostálgico y muestra de la endogamia que durante generaciones se producía en aquellos enclaves. En breves instantes pasaba por delante de mí, todos los recuerdos de infancia en aquel rincón del fin del mundo donde todo parece mantenerse igual, menos la vida, la actividad incesante de otros tiempos.

La última vez que lo caminé hace poco más de un año, ya con la pata quebrada que me impedía hacer la caminata hasta Sosas, fue una noche despejada de Julio, en compañía de mi hija Eva, mi nieta Lola de escasos dos meses y mi suegra María Paz, muy andarina a pesar de sus noventa años. Todas ellas poco pueblerinas, se asombraron del cielo incendiado de estrellas acentuado por la ausencia casi completa de luz artificial. Acostumbradas a los cielos de Madrid, no creían el espectáculo que veían y no se cansaban de mirar hacia arriba. Nos cruzamos con Fuencisla que había llegado hasta Garueña y con una pareja que luego Corsino, su mujer y Matilde me dijeron que era Tomasín y su mujer y nos aclararon que al camino de Sosas se le conoce ahora como «el camino del colesterol«. El colesterol que criamos lejos de allí, intentamos que se quede prendido en las cunetas y arbustos que orillan el camino, ahora carretera, donde antes se asentaba el polvo. El colesterol aún no me ha afectado gravemente la parte de la memoria que almacena los recuerdos, que a medida que me hago mayor se me escapan con más facilidad como aquí queda demostrado.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Autora de la fotografía: Estela García Carro

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada