Familia De La Calzada González de Vegarienza (y Sosas del Cumbral)

Árbol genealógico de la familia De La Calzada González, Vegarienza, Sosas del Cumbral, Lembranzas
Árbol Genealógico de los De La Calzada González de Vegarienza (y Sosas del Cumbral)

Lugares asociados a la familia De La Calzada González, Vegarienza, Sosas del Cumbral, Lembranzas

Imágenes tomadas de: flicker, de-leon.com, es.wikipedia.orgpedia.org

Quousque tandem Catilina…. (un viaje alucinante)

Cicerón hablando al Senado. Fresco de Cesare Maccari.

Cicerón hablando al Senado. Fresco de Cesare Maccari.

Dos cursos de bachillerato machacándonos con el latín me dejó, además de las vicisitudes azarosas que cuento en Mater tua mala burra est, la sensación de un idioma muy preciso basado en reglas estrictas que nunca tuve tan claro con el castellano y unas cuantas frases notables como Veni vidi vici, Alea iacta est o Si vis pacem para bellum (*) atribuidas a personajes ilustres y dichas en momentos históricos, tan bien explicadas por aquellos licenciados en letras – generalmente asturianos – de la Academia Carrasconte de Villablino que parecían imbuidos del espíritu clásico de Roma y Grecia y que no perdían ocasión para resaltar las cualidades guerreras y oratorias de los generales y senadores que las pronunciaron. Al traducir la frase Quousque tandem abutere Catilina patientia nostra (*), a los profesores les surgía inevitablemente la devoción por Cicerón (unos decían Cicero, Ciceronis otros pronunciaban Quiquero, Quiqueronis), al que alababan por su elocuencia y precisión argumental en sus discursos en el Senado y nos contaban la inevitable historia de sus catilinarias. Se diría que por parecerse a Cicerón alguno se habría dejado cortar una mano, la izquierda ya que hubieran necesitado la derecha para señalar a Catilina con el índice acusatorio.

Mi apocamiento y timidez hacían que lo que a los admiradores de Cicerón parecía entusiasmarles, hablar y hablar y hablar, para mí fuera un auténtico problema. Como el vértigo que paraliza a quien lo padece cuando está elevado sobre el suelo, a mí me angustiaba la expectativa de mantener una conversación con desconocidos o gente no muy próxima. El miedo a no saber qué decir era obsesivo antes del encuentro y paralizante en el cara a cara. Buscaba angustiosamente temas de conversación que no era capaz de estirar lo más mínimo y que se agotaban nada más empezar, sumiéndome en silencios dolorosos en los que rebuscaba desesperadamente que se me ocurriera algo que decir. La mirada se me tornaba huidiza y el ansia por desaparecer de la escena con cualquier pretexto se materializaba en una tensión dolorosa en la maldita garganta, incapacitada para formular frases distintas de Adiós o Hasta luego. Era una enfermedad. Alejarse del escenario aliviaba algo la tensión, pero simultáneamente aparecía la sensación de haber hecho el ridículo y quedado en evidencia ante mi interlocutor.

Y, ¿qué hacer cuando desaparecer del lugar era físicamente imposible?. Pues un horror.

Como tantos, Arcadio aparecía todos los veranos por Vegarienza para disfrutar de unos días de asueto en la casa familiar de los Gayo, al final del pueblo, cuando su familia ya llevaba unas cuantas semanas en Vega. Era un hombre campechano pero elegante, bien parecido, al que las cosas parecían irle bien pues era de los pocos que llegaban al pueblo con su propio auto, un Seat 1500, el no va más de la época. Era normal verle jugando la partida en el bar del Secretario donde coincidía a veces con mi padre. Un verano en que yo tenía que acercarme a Madrid para resolver algo relacionado con mis estudios en la universidad, mi padre volvió una tarde de la partida diciendo que había quedado de acuerdo con Arcadio para que me llevara a Madrid. A la alegría inicial de saber que las incomodidades de un largo día haciendo auto stop se resolverían con unas cuantas horas cómodamente sentado en un buen coche, le sustituyó de inmediato la angustia por cómo yo podría mantener una conversación durante tanto tiempo.

Iniciado el viaje solo se me ocurrieron simplezas como hablar de lo bien que se estaba en el pueblo en verano, la pereza que daba ir a Madrid, de mis estudios y alguna pregunta sobre su coche, temas que no parecieron suscitar el más mínimo interés de Arcadio concentrado en conducir como solía, bastante rápido y apurando en los adelantamientos, siempre comprometidos, en aquellas carreteras de doble dirección, estrechas y bordeadas de árboles intimidantes. Al pasar por La Magdalena, tras apenas veinte kilómetros de viaje, ya había agotado todos los temas de conversación en un parloteo frenético y sin sentido, sumiéndome en un silencio espeso mientras buscaba obsesivamente algo que decir. Supongo que las personas normales cuando acaban lo que tienen que decir, permanecen relajadas y en silencio. Yo me sentía obligado a hablar y, consiguientemente, angustiado por no tener nada que decir. Solo salía de este bucle doloroso cuando sentía el peligro inminente si en un adelantamiento del impasible Arcadio el coche que venía en sentido contrario se nos echaba encima cuando aún no nos habíamos reintegrado a nuestro carril. Yo no estaba acostumbrado a aquellas velocidades y varias veces sentí que nos habíamos escapado por los pelos. Miraba de reojo a Arcadio que se mostraba muy seguro de su forma de conducir y que nunca se alteró en aquellos lances de carretera. Recuperado el resuello tras el susto, yo me hundía de nuevo en la búsqueda angustiosa de algo que decir. Y así seis o siete horas hasta Madrid, con un tremendo agotamiento mental por la búsqueda infructuosa de algo que contar y un escozor en la garganta por las palabras que no había pronunciado. Una especie de esquizofrenia entre mi tendencia natural a no pronunciar palabra y la actividad frenética del cerebro, empeñado en encontrar alguna cosa que contar aunque fuera una memez. Podría haber actuado según el sabio refrán Hacer de la necesidad virtud y convertir mi mutismo en un silencio digno, pero a mí subconsciente hiperactivo solo le valía la charla.

Cuando me bajé del coche en Moncloa, el alivio por no tener que hablar más fue parejo a la sensación de haber sido un conversador inútil, de lo que estaba convencido que Arcadio habría tomado buena nota, aunque seguramente tan concentrado como estaba en su conducción al límite ni siquiera se habría dado cuenta de mi torpeza. Me dije que la próxima vez que nos encontráramos en el pueblo tendría que interpretar su mirada para intuir lo que habría contado de mi ineptitud para el parloteo y así calibrar las consecuencias sociales que tendría para mí aquel viaje frustrante.

Volver a Vegarienza me costó todo un día en compañía de cinco o seis conductores que me aceptaron como autoestopista. Un viaje mucho más relajado que el de ida pues se trataba de cortos intervalos de tiempo con gente desconocida a la que no volvería a ver jamás y pude repetir mi pobre repertorio conversador una y otra vez sin el más mínimo reparo. Casi no había tiempo para que se apoderase de mí el mutismo obsesivo, que no sé si estará catalogado como enfermedad pero que a mí me hacía sufrir como un dolor de muelas.

Con desastres de la personalidad como este y alguna mínima virtud va uno haciendo camino por la vida. Con la edad no me he convertido en un conversador más hábil, simplemente me he resignado a no tener nada que decir e intento no sufrir por ello. Me callo sin más, intentando que no se note demasiado mi sequía mental. Alguna vez he pensado que si fuera obligado un epitafio, el mío debería ser “Nunca tuvo nada que decir”. Menos mal que ahora que, para la gente corriente como yo, se ha impuesto la cremación y la urna a la clásica fría tumba y siendo tan inútil escribir en la ceniza como hacerlo sobre el agua, los que me sobrevivan ni siquiera tendrán que encargar una inscripción para mi nicho de Castriello que diga que nunca tuve nada que decir.

Mutismo hasta el final, elocuente Cicerón. Sin duda, a mí Catilina se me hubiera escapado vivo. Quizá este blog incontinentemente verborreico sea una revancha tardía a tanta contención a lo largo de toda mi vida. Disculpen.

(*) Significado de las célebres frases latinas del texto:

  • Veni vidi vici (Julio César): Vine vi vencí.
  • Alea iacta est (Julio César): La suerte está echada.
  • Si vis pacem para bellum: Si quieres la paz, prepárate para la guerra
  • Quousque tandem abutere Catilina patientia nostra (Cicerón): Hasta cuándo Catilina abusarás de nuestra paciencia?

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Imagen tomada de wikipedia

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

El ruido que vino (¿cuántos decibelios tiene una vaca?)

Moto de Octavio, el panadero de Vegarienza.

Moto LUBE de Octavio, el panadero de Vegarienza.

En muy pocos años y casi sin darnos cuenta nos hemos rodeado de ingenios que nos ayudan en casi todas las actividades de la vida, movidos por motores más o menos trepidantes que nos envuelven con su ruido en el trabajo, en casa e incluso en los momentos de ocio. Cada aparato nuevo es un ruido que incorporamos a nuestra vida. Somos capaces de pasar buena parte del día taladrándonos el cerebro con la música que inyectan los auriculares y luego nos desvivimos por lavadoras y aspiradores silenciosos pagando a precio de oro cada decibelio de menos. Andamos algo perdidos. Primero inventamos los ruidos y luego nos empeñamos en amordazarlos.

Yo en particular añoro el remanso sonoro que eran los pueblos omañeses de los años 50 del siglo veinte. Sería muy difícil calificar de ruido aquellos sonidos. Solo el trueno que en las tormentas reverberaba por los estrechos valles podía considerarse ruido. Ida la tormenta, todo eran sonidos de bajo nivel que informaban de los ritmos de la naturaleza, de los animales y de la actividad humana. Aunque algunas actividades exigían gran esfuerzo físico, si distabas unos cuantos metros del lugar era difícil oír el sonido que producían o simplemente eran imperceptibles, como abrir la tierra con el arado o segar el centeno y la yerba con hoz y guadaño. Incluso los golpetazos que se daban a las espigas de centeno con los piértigos para separar el grano, eran difíciles de oír a cien metros de la era. Solo los golpes de hacha cortando leña de roble en Valdegrisa o el martilleo del herrero eran audibles a unos cientos de metros y a mí su ritmo me resultaba relajante.

La mayor parte del tiempo reinaba el silencio interrumpido de tarde en tarde por la expresión sonora de las cuitas de algunos animales con gran capacidad pulmonar, como el rebuzno entrecortado e impaciente del burro al paso de una congénere que iba anunciando con sus efluvios que estaba dispuesta a tener descendencia o el mugido profundo de una vaca cuando la brisa le traía el olor de la jatina que esperaba en la cuadra. O el más dramático de todos allá por Noviembre, ya con frío franco y la Naturaleza al ralentí, cuando de las casas salían gruñidos desesperados que anunciaban que la vida regalada de un cochino estaba llegando a su fin a manos de una cuadrilla de pacíficos lugareños, armados de ganchos y cuchillos, decididos a convertirlo en arrobas de chorizos, morcillas y un sin fin de productos  que llenarían los varales de las cocinas viejas.

Algún verano el estallido seco de un disparo recorría el túnel verde que formaban los árboles del cauce del Omaña, sobresaltando aquel remanso sonoro. Inmediatamente lo relacionábamos con algún policía o guardia civil de vacaciones intentando pescar truchas de manera expeditiva.

Recuerdo siendo muy pequeño, cuando todavía vivían mis abuelos en Sosas del Cumbral, como me asustó el estruendo que producía una máquina desconocida. Unos hombres instalaron en la era un artefacto extraño con dos ruedas a los costados, que sujetaron firmemente al suelo con barras de hierro. Con una banda de cuero sin fin unieron una de sus ruedas a otra similar de una máquina con forma alargada distante ocho o diez metros. Uno de los hombres dio vueltas a una manivela hasta que la máquina arrancó a trompicones con un ruido enorme y la banda sin fin giró a toda velocidad ballesteando de forma amenazante. La máquina que hacía ruido era un motor monocilíndrico que parecía que en cualquier momento iba a salir dando saltos por la era. La otra máquina impulsada por la correa era la máquina de majar propiamente dicha, la desgranadora, donde un operario introducía transversalmente los haces de centeno que le acercaban ya desatados y cuya paja, ya sin el grano que se iba acumulando en un montoncito, salía disparada con ruido de ametralladora. Era capaz de tragarse toda la cosecha de una familia en un par de horas cuando por el procedimiento tradicional hubiera llevado una semana de golpear trabajosamente las espigas. En Vegarienza, en un solo día se ventilaba las facinas de Urbano, de tío Baldomino y de mi abuelo que compartían la misma era. Las máquinas pasaban de una era a otra y todos los que habían cosechado centeno venían a ayudar a la era en la que se majaba ese día.  Un trabajo en cadena perfectamente organizado que duraba diez o doce días cada Agosto y suponía un paréntesis estruendoso que se oía en todo el pueblo y tenía a los animales nerviosos. Indudablemente suponía un avance sobre el majado tradicional, pero trajo el riesgo de incendio por el manejo negligente de la gasolina y los peligrosos cigarrillos de tanto fumador como se reunía en cada maja. Yo vi cómo se quemaba en Sosas un pajar por culpa de la gasolina según dijeron y en Vegarienza el pajar de Nela a causa de un fumador descuidado. Era un ejemplo claro de que el progreso además de ruidoso podía entrañar peligro. Pero el proceso era imparable.

A la izquierda el motor que movía la majadora que desgranaba el centeno.

A la izquierda el motor que movía la majadora que desgranaba el centeno.

Cuando Octavio el panadero de Vegarienza se cansó de repartir por los pueblos las hogazas que cargaba en los serones del caballo, compró una moto LUBE a la que acopló los serones y que iba dejando por los caminos de tierra un olor a aceite quemado que se mezclaba con el de las boñigas frescas. Al poco decidió aliviar sus musculosos brazos, que tanto me impresionaban cuando yo era niño, y de la hasta entonces silenciosa panadería surgió el petardeo de un motor que amasaba por él. Como cada vez que los serones de la moto tropezaban con los piornos de la orilla del camino estaba a un tris de llevarse un revolcón, un buen día decidió comprar una furgoneta que le permitió llegar antes y más lejos repartiendo su pan de trigo que poco a poco iba desbancando a las tradicionales hogazas de centeno. En poco tiempo aquella panadería artesanal había entrado en la modernidad y donde antes se oía nítido el maullido del gato que tenía los sacos de harina a salvo  los ratones, ahora obligaba a preguntar a gritos a Octavio si ya estaba la empanada que había encargado mi abuela.

Tras Octavio, Angelín se compró un Land Rover con el que traía las lecheras de los pueblos y transportaba terneros y gente al mercado de ganado. Algunos como el primo Julio empezaron a regar las patatas con bombas de gasolina y hartos de los lumbagos que producía segar los prados a guadaño, empezaron a hacerlo con un triciclo motorizado. Sandalio el de El Castillo dejó de repartir los pellejos de vino a lomos de caballo y también se compró una camioneta. Los afiladores, eternos peripatéticos, seguían avisando a la clientela con su chiflo de toda la vida pero acoplaron la piedra de afilar a la rueda trasera de una moto y en un solo día podían afilar los cuchillos de todo El Valle Gordo que antes les tomaba una semana. Los caminos cada vez olían menos a boñiga y más a tubo de escape y los caminantes tuvieron que arrimarse más que nunca a la cuneta, acoquinados por aquella invasión de artefactos rodantes y ruidosos conducidos por apresurados comerciantes que antes hacían los mismos recorridos dejando el ramal suelto a los caballos, que sabían de memoria por dónde ir mientras sus jinetes medio dormitaban entre pueblo y pueblo. Hasta los curas empezaron a comprarse motos para poder decir misa los domingos en todos los pueblos que les había asignado el obispo. Poco a poco el ruido y la polución iban ganando la batalla a los caminantes, que con su andar cuidadoso ni siquiera removían el polvo del camino y ahora tenían que taparse la boca con el pañuelo cada vez que se cruzaban con aquellos vendedores y predicadores motorizados que levantaban tales polvaredas que no dejaban ver el camino. El progreso había llegado y con él el inevitable ruido. Siempre hay un precio que pagar.

Si me preguntasen cuántos decibelios tiene una vaca omañesa, no sabría contestar y hasta sería difícil hoy encontrar una vaca omañesa autentica para medir la intensidad de su mugido. Porque al poco que los afiladores se motorizaron, cada uno de nosotros volvíamos ufanos al pueblo en verano montados en nuestro propio ruido rodante y seguramente servimos de acicate a algún lugareño para que se marchara del pueblo a ganarse su propio ruido. Y así siguieron las cosas hasta que Omaña se quedó casi vacía de gentes, de proyectos de vida y hasta de vacas. Hoy en Vegarienza casi no hay ruido de ningún tipo. Hasta que un loco atraviesa el pueblo a todo gas, los altavoces retumbando, como si lo único importante fuera meter ruido y tener prisa aunque el motivo sea tomar una copa con amigos unos kilómetros más allá.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Imágenes tomadas de: verpueblos.com (La Magdalena), lenguajesculturales.files.wordpress.com

Noviembre de 2020

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

La piel del río Omaña (algo de Omaña en el Atlántico)

Cauce del río Omaña - Zapatero (gerris lacustris) Cauce del río Omaña – Zapatero (gerris lacustris)

Omaña no podría entenderse sin sus gentes y tradiciones ni sin sus montes y ríos. Tuve la suerte de vivir justo en la confluencia de los dos ríos que pasan por Vegarienza, el Omaña – con las recién añadidas aguas del Valle Gordo – y su afluente el Baltaín al que en verano el riego de los prados le dejaban tan en los huesos que ni fuerza tenía para llegar a juntarse con el potente Omaña, o Río Grande como le llamábamos y que ejercía un gran atractivo sobre nosotros. El Baltaín atravesaba un terreno pizarroso y su cauce era de piedras gris claro, casi azules, mientras que en el abigarrado lecho del Omaña se mezclaban piedras de todos los colores y tamaños cubiertas de una viscosa pátina amarillenta. Ninguno de ellos se entendía sin sus piedras que moldeaban a su antojo y sometían a reglas inflexibles. Las traían a mal traer.

Si formabas parte de una cadena de personas arrimando piedras desde el montón donde las había dejado el carro hasta el punto donde iban a usarse en una pared por el procedimiento de pasarlas al siguiente de la fila, enseguida comprendías que al recibir la piedra al vuelo no debías pararla en seco para luego lanzarla al siguiente. Era mejor adelantar las manos, recibir la piedra según llegaba y aprovechar su movimiento para impulsarla mínimamente de forma que llegase suavemente a las manos del siguiente de la cadena. Todos los participantes debían lanzar las piedras “a modo”, esto es sin girar y con el impulso justo para que el siguiente pudiera hacerse con ella y conducirla con suavidad hacia el próximo operario. Era como si por iniciativa propia la piedra saltara suavemente de mano en mano hasta que el último la depositaba en el nuevo montón. Porque para manejarse con las piedras había que amansar su aspereza, su tendencia a caer y girar alocadamente. Seguro que ninguno de la cadena había oído la palabra inercia, pero todos sabíamos que para interponerse en el camino de un cuerpo en movimiento había que hacerlo con mucho tiento, sin apenas variar su trayectoria para que, en este caso la piedra, no se diera cuenta de ello y se dejara conducir.

Aquellas piedras tan celosas de que nadie interfiriera su trayectoria, bajo el agua del río se amansaban y nos hacían creer superhombres por la facilidad con que las movíamos. Atropar cantos rodados del medio del río para rellenar un gavión o llevarlas a la orilla para cargarlas en el carro, era una experiencia desconcertante y casi mágica. Mientras estaba dentro del agua cualquier gran morrillo era ligero como una pluma y solo recuperaba su pesantez al entrar en contacto con el aire. Era como si el río robase a los cantos rodados su rotundidad, su gravidez, dejándolos sin esencia, como ahogados, y solo recuperaban su ser al entrar de nuevo en contacto con la atmósfera. Un filósofo ribereño podría haber concluido que las piedras sólo pesaban fuera del agua, pues a nadie se le había ocurrido la tontería de meter una piedra en una tina con vino para comprobar que pasaba lo mismo que en el río, como sí debió hacer Arquímedes. Si hubiéramos oído hablar del principio de Arquímedes, mover piedras dentro del río no habría sido tan divertido y desconcertante. A veces el conocimiento mata parte de la poesía de las cosas.

Las aguas de aquel río Omaña que parecía que tenían un duendecillo dentro que empujaba las piedras hacia arriba haciéndonos creer que eran menos pesadas de lo que en realidad eran, nos desconcertaban de continuo. Un palo perfectamente recto, como la vara de avellano que Genaro el del herrero usaba para pescar truchas a ferpón, bastaba que lo metieras en el agua para que se viera torcido de forma que parecían dos palos empalmados en ángulo en vez de uno solo y a los no entendidos nos parecía imposible que Genaro con aquel palo en forma de codo acertara a ensartar la trucha que sesteaba medio oculta bajo una piedra. No creo que Genaro hubiera oído en su vida hablar de la refracción de la luz, pero estaba en el secreto de que para no fallar debía fijarse en que el trozo de palo que se veía dentro del agua apuntase a la trucha, mientras que los que lo observábamos impacientes desde la orilla nos fijábamos en la dirección del tramo de palo que estaba fuera del agua y nos invadía el impulso de chistarle que lo inclinara un poco más porque si no se le escaparía la trucha. Una y otra vez Genaro nos demostraba su pericia y parecía inmune a las ilusiones ópticas que provocaban las aguas del rio Omaña que quizá lo hacía para proteger a sus inquilinos más notables, las hermosas truchas pintonas. Tal parecía que el medio líquido se empeñara en modificarnos la realidad a los terrícolas restándole una buena parte de su peso a las piedras y deformando todos los objetos que metíamos en el agua.

Pero sin duda lo más sorprendente que sucedía en las aguas del río Omaña tenía que ver con el gerris lacustris, que nosotros llamábamos zapatero. En la naturaleza de piedras y humanos estaba hundirse en las aguas del río, pero el zapatero sabía conjurar esta tendencia del río a engullir todo lo que se le acercaba y caminaba sobre las aguas como Jesucristo en el lago Tiberíades y aquí no parecía mediar milagro alguno. Porque los milagros modifican por un instante el curso normal de los acontecimientos, mientras que los zapateros un verano tras otro caminaban sobre el agua como si tal cosa. Allí no había milagro. De nuevo algo singular se producía en la lámina de agua que separaba el medio líquido del gaseoso, esa frontera entre el pesar mucho del casi no pesar y que engañaba nuestra percepción doblando los objetos que metíamos en el agua. El sutil zapatero había aprendido a deformar imperceptiblemente esta delgada lámina hasta que sus patas se asentaban sobre bóvedas invertidas capaces de soportar su peso y el de su pareja, que casi siempre viajaba a sus espaldas en un interminable apareamiento. La escasa sutileza de piedras y humanos o la poca fe, según argumentarían los que creían en el Evangelio a pies juntillas, hacía que se hundieran en el agua.

Para explicar estos fenómenos, mucho más adelante alguien nos hablaría de la tensión superficial, la refracción de la luz y el principio de Arquímedes que no figuraban en la Enciclopedia Álvarez con la que el maestro José Cordero intentaba desborricarnos. De momento, el caminar del zapatero sobre el agua estaba dentro del apartado de lo inexplicable, de lo prodigioso.

Esa fina lámina de agua sobre la que caminaba el zapatero a sus anchas era como la piel del río, la frontera entre el mundo seco y el mojado, la que decidía qué debía ser rechazado y qué engullido. En verano el lecho del río Baltaín en su confluencia con el Omaña estaba seco y cubierto de hortelanas y pequeños cantos que constituían la cosecha de todo un invierno de rodar desde Sosas del Cumbral y entrechocar unos con otros. Era el primer lugar que visitábamos nada más llegar a Vegarienza de vacaciones para escoger las piedras más planas y redondas que bien asidas entre índice y pulgar lanzábamos casi horizontales, a ras de agua en dirección a la presa del molino, y era sorprendente como rebotaban una y otra vez – como si la delicada superficie del agua fuera una recia piel de tambor- hasta terminar saltando al otro lado de la presa. Diez, quince veces podía ser rechazada la piedra por la fina lámina de agua y solo si su ímpetu flaqueaba al final de la trayectoria era engullida por el río. Asombroso el comportamiento de la fina piel del río Omaña, cómo frenaba las piedras en cada salto hasta conseguir amansarlas para tragárselas cuando ya no podían hacerle daño. El Omaña era un amansapiedras.

Esas piedras de bordes redondeados que tapizan el lecho del Omaña, cuando se desprendieron de la roca de la que formaron parte originalmente eran angulosas y con los bordes filosos que se producen en las fracturas y así, ásperas y cortantes, entraron en contacto con la gran batidora en que se convertía el río en las grandes crecidas y, golpe va golpe viene, sus bordes fueron perdiendo rectitud para ir ahuevándose poco a poco. Las pequeñas esquirlas que se desprendían en cada choque sufrirían el mismo proceso hasta convertirse en arenilla liviana y tan viajera que alguna, a golpe de remolino y pasando de río en río, habrá llegado hasta el Atlántico. Quién sabe si a algún omañés que haya estado en las playas de la desembocadura del Duero en Oporto, Das Pastoras o Do Carneiro por ejemplo, al tender su toalla se le haya ocurrido pensar que parte de aquella arena podría proceder del Valle Gordo, de Murias de Paredes, de Sosas del Cumbral o de la misma Vegarienza y eso le haya hecho sentirse como en casa. Igualito que asoleándose en el cascajal del Pozo La Puente de Vegarienza o de La Puebla en El Castillo.

El Baltaín y el Omaña con su vigor invernal que provoca el entrechocar de cantos, fenómeno que todos comprendíamos que era la causa de tanto morrillo redondeado, han contribuido junto al resto de ríos del mundo a configurar el planeta convirtiendo todo lo picudo en romo y transportando material desde los altos al llano. Achatando el planeta en definitiva. En Vegarienza los ríos nos dejaban cantos rodados de Senra, Fasgar y Garueña con los que construir casas, unas piedras que por sus redondeces a duras penas paraban en las paredes a las que tarde o temprano les salía una panza anunciadora del derrumbe. Con tanta pared de morrillos esgurrumbada, no me extrañaría que hubiera sido un omañés el inventor del ladrillo.

La parte más sutil de estos ríos, esa piel imperceptible que trastocaba la realidad de las cosas, nos sorprendía a diario con sus aparentes contradicciones. Solo el zapatero parecía estar en el secreto de aquellos fenómenos extraños.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Imágenes tomadas de leonvirtual.org, istockphoto-janmiko

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

La tía María (pero….¿qué vida es esta?)

Tía María.

Tía María.

María del Rosario de la Calzada González, tía María, fue la tercera de los hijos de mis abuelos maternos y parece que un día dijo: ¡Ya no aro más! Aro de arar la tierra. No sé si se refería a gobernar la rectitud y profundidad del surco, bien asida a la mancera del arado romano con que se araba desde tiempo inmemorial en aquellas tierras pizarrosas de Omaña donde se sembraba el centeno, o quien controlaba el arado era el abuelo y ella hacía de lazarillo de su padre marcando el camino delante de la pareja de vacas que tiraban del arado con tal esfuerzo que les obligaba a tensionar el cuello y llevar el morro adelantado. Sé muy bien la frustración y aburrimiento que producía ir delante de las vacas durante las horas que el abuelo, impasible, volteaba la tierra en apretados surcos antes de la siembra (ver Guerra al escarabajo).

¡Ya no aro más! Frase concisa y rotunda que seguro era el trasunto de una larga reflexión y que materializaba una decisión que no tenía vuelta atrás. Era la expresión de su voluntad firme de buscar un rumbo nuevo para aquella extensa familia que aun trabajando de sol a sol estaba condenada a vivir con estrecheces. Así vivía toda la familia, así lo habían hecho sus abuelos y todos sus antepasados durante siglos y lo mismo pasaría con todos los hermanos y sus descendientes. O peor porque el patrimonio de los padres, que a duras penas daba para vivir todos juntos, en unos años habría que repartirlo entre los diez hijos y, entonces, ¿cómo se iban a arreglar? Pues seguro que muy mal. Era la familia más numerosa del pueblo y no le cabía en la cabeza que cada tierra y cada prado, ya de dimensión escasa, terminara dividido en diez trozos inservibles.

Durante mucho tiempo se creyó que la Tierra era plana y también que ocupaba el centro del universo. Alguien tuvo que poner en duda aquellas creencias pseudo religiosas para que todo cambiase. A tía María, seguramente la de más carácter de todos los hermanos, le tocó preguntarse repetidas veces ¿qué tipo de vida es esta?, ¿cuántas generaciones tendrán que pasar para salir de esto? ¿hasta cuándo seguiremos esclavos de nosotros mismos? Y un buen día se oyó respondiéndose a sí misma ¡Ya no aro más! Había que poner remedio a aquel contradiós.

No sé cómo comunicaría a los abuelos (seguro que lo hizo sin merma alguna del respeto debido a sus padres que siempre observé) su decisión de abandonar la vida ancestral, de romper con la tradición campesina familiar, ni cómo fue su salida de Sosas del Cumbral, de donde probablemente no se había ausentado nunca, para comenzar una nueva vida en León capital.

Sin poder establecer un orden cronológico preciso, sé que trabajó en la gasolinera de San Marcos que era de Paco y Bernardino, hermanos de su madre, que estudió enfermería en Valladolid, que fue enfermera durante la guerra por la zona de La Robla (acabada la guerra regresó temporalmente a Sosas con un perro que le habían regalado y que atendía por Trosky o Lenin o algo parecido). También trabajó en la Fiscalía de Tasas, no sé si antes, después o en medio.

Lo que sí es seguro que desde León pilotó el desembarco en la capital del resto de hermanos según se narra en El vaciamiento de Omaña. Los primeros tuvieron que malvivir en pensiones o casas de gente conocida o medio parientes, hasta que tía María pudo alquilar el piso familiar de la calle Ramiro Valbuena que inicialmente tuvieron que compartir con algún huésped para poder costear la vida en la capital de los hermanos que no paraban de llegar del pueblo. Algunos hermanos estudiaron en colegios de frailes dentro y fuera de León, lo que no suponía escapar del control firme de tía María. Cuando tío Emilio estudiaba Medicina en Madrid pasó una etapa algo distraído de los estudios que resolvió tía María con una visita que debió ser muy convincente pues no hubo más despistes. No era un afán de control sin más, se trataba de asegurar que no se desperdiciaba ni un ápice del esfuerzo que estaban haciendo los abuelos y ese era el empeño de tía María supervisando todo y a todos con mano férrea y que no sé si siempre fue entendido así por los “vigilados”.

En la misma calle abrieron una tiendecita de mercería donde también se recogían puntos a las medias, no sé si con la intención de dar ocupación a alguno de los hermanos venidos del pueblo o por influencia del pasado de cantineros y negociantes de sus abuelos paternos en Posada o los maternos en Sosas del Cumbral y Vegarienza. El negocio fue tan raquítico que cerró al poco y su padre, el abuelo Emilio que con su exiguo sueldo de maestro de Sosas del Cumbral tenía que sustentar a la familia que aún quedaba en el pueblo y además financiar aquella aventura comercial, lamentaba el mal negocio emprendido diciendo “si hubiéramos puesto una sombrerería, los niños habrían comenzado a nacer sin cabeza”. Probablemente quería enfriar cualquier otra veleidad empresarial porque lo suyo siempre había sido desborricar chavales en el pueblo y destripar terrones con el arado y pensaba que los hijos tendrían que ir paso a paso, como así fue bajo la dirección estricta de la tía María, y no convertirse de la noche a la mañana en empresarios igual que sus tíos Paco y Bernardino que debieron contar con la importante ayuda de su padre, el bisabuelo Bernardino, un negociante avezado. Él solo era un pobre maestro, pluriempleado como campesino en tierras de poco dar.

Quizá lo de la tiendecita fue el único tropezón de tía María en el extenso plan de transformación de una familia campesina en trabajadores por cuenta ajena. Con todo, su opinión era tenida muy en cuenta y constituía una fuente de autoridad. Tras lo que decían los abuelos, valía la opinión de la tía María. Recuerdo que cuando en la familia se estaba a punto de tomar una decisión importante ya fuera a nivel familiar o que afectaba a alguno de los hermanos, se esperaba con impaciencia y quizá con cierta preocupación del involucrado a que tía María opinase y, casi casi, sentenciase.

Cuando pasábamos por León recuerdo el trajín que había en aquella casa, unos ya trabajando, otros estudiando, alguno expectante y otros de paso. A veces revoloteaba por allí una amiga y compañera de trabajo de tía María, creo que se llamaba María Luisa, alegre y risueña que junto con la tía María representaban un estilo diferente por su indumentaria nada pueblerina, labios pintados, cierta soltura en el caminar y los ademanes y un desenvolvimiento que no me parecían de la familia. No sé si reflejaban una cierta modernidad que empezaba a despuntar en el país o la pura actitud de mujeres con expectativas de encontrar pareja, cosa que no recuerdo sucediera nunca, y que desde luego a mí me parecía bastante alejada de la discreción en el atuendo y el deseo de pasar desapercibidos que caracterizaba al resto de la familia. Quizá fuera que la tía María, aun compartiendo el sentimiento religioso común a toda la familia no lo había llevado al extremo de estar por encima de todo pensando en la salvación del alma y mantenía un sano equilibrio entre el quehacer terrenal y los asuntos de la religión.

Cuando todo estuvo organizado, pues todos los hermanos menos tía Milce estaban fuera del pueblo trabajando o estudiando, vivió unos cuantos años en Brasil trabajando como enfermera sin dejar por ello de estar pendiente de lo que sucedía en España. Desde allí dio cierta cobertura a tío Pepe cuando a su vez decidió emigrar, impaciente por no encontrar plaza de veterinario en León, primero a Brasil y luego a Perú. Recuerdo que cuando María regresó, además de un deje mezcla de omañés y carioca, trajo como regalo figuritas de madera y artículos de cuero que tenían grabado a fuego la leyenda “Lembrança do Campos do Jordao”. Aunque reconozco que no era difícil adivinarlo, tardé tiempo en entender que Lembrança quería decir recuerdo y ahí se me quedó grabado. En 2012 cuando comencé a publicar mis recuerdos en este blog, decidí tomar esta sonora palabra como título.

Ya en España retomó su trabajo de enfermera llegando a ser jefa de enfermeras en la residencia de León y era frecuente oírle contar alguna anécdota. Recuerdo una que me pareció muy graciosa de la época en que la gente emigraba a Alemania para trabajar y unos médicos alemanes les reconocían antes de viajar. Uno que iba a auscultar a una mujer le dijo “Descúbrase, señora” y ella ni corta no perezosa se quedó en pelotas pero con el bolso en la mano cogido firmemente. Alarmado, el médico le dijo “Pero, señora, a dónde va usted”, a lo que la mujer, eufórica, le respondió “A Alemania, doctor, a Alemania”. Abundaban las risas cada vez que las mujeres de la familia oían contar esta historia.

Su temperamento decidido debió reforzarse por toda una vida mandando y organizando dentro y fuera de la familia. No sé sí de ahí le venía el tono seguro y algo autoritario de su voz que yo percibía con resonancias metálicas, aunque desde luego era una mujer afable, de risa fácil, siempre dispuesta a ayudar y de buen trato, pero sin perder el control de la situación en ningún momento.

Salvo tía Milce que permaneció junto a sus padres hasta agotar la etapa campesina de la familia que venía de siglos, el resto de los hermanos orientó su vida lejos de las tierras y del ganado. La salida de los hermanos de Sosas del Cumbral transmutó a nueve pueblerinos en tres maestras, una enfermera, un médico, un veterinario, un técnico de Correos y un facultativo de Minas. Menos mi madre que no ejerció nunca de maestra, todos los demás se ganaron la vida con sus profesiones y ni ellos ni sus descendientes volvieron al pueblo salvo de vacaciones. El desgaje del pueblo iniciado por tía María fue drástico y si hubo algún arrepentido o nostálgico, no tuvo el valor de volver al terruño. Allí estaban todas las fincas del abuelo esperando que alguien mirara para ellas, pero hay caminos sin retorno. Algunos nietos y biznietos vieron por primera vez una vaca de verdad en vacaciones, como si se tratase de una especie en extinción. Lo que realmente se había extinguido era una forma de vida que permanecía casi sin cambios desde antes de la Edad Media. Un estilo de vida que se esfumó en una sola generación. Y de este cambio drástico tía María no tuvo la culpa, solo fue el detonante, con su ¡Ya no aro más!, y conductora del proceso que también se produjo en infinidad de familias de Omaña y en todo el país. Seguro que en Omaña otras personas dijeron frases igual de rotundas que el ¡Ya no aro más! de la tía María.

Casi tres generaciones después es difícil afirmar que aquel proceso de emancipación del campo, seguramente inevitable, fue acertado al cien por cien. Es cierto que se accedió a una vida menos esclava, más llevadera y durante unos cuantos años parecía que iba a ser un camino de progreso sin fin. Pero en lo que llevamos de siglo veintiuno el mundo del trabajo se ha emputecido de tal manera, que algunos biznietos de aquellos campesinos que emigraron a la ciudad tienen unos empleos tan precarios y tan dependientes de decisiones empresariales que nada tienen que ver con cómo desempeñan su trabajo, que quizá alguno prefiriera la vida de sus tatarabuelos en la aldea, esclavos de los animales y pendientes de la meteorología pero llevando una vida digna y autónoma. Aunque no sé si habría sitio para tantos.

Lo he pensado muchas veces y me hubiera gustado hablar con la tía María (no sé por qué siempre llego tarde a preguntar) de esta consecuencia indeseada de la emigración familiar que ella lideró y si, sabiéndolo, su ¡Ya no aro más! hubiera sido tan rotundo. ¿O tan solo fue que andar delante de las vacas durante horas, la trastornó mucho como a mí me sucedía?

Tía Maria con uniforme de enfermera.

Tía María con uniforme de enfermera.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

La tía Milce y el coronavirus (el fuego purificador)

La tía Milce

La tía Milce

Es 10 de Marzo de 2020, víspera de que los hospitales de Madrid dejen de atender en consultas y operar todo lo que no sea urgente o grave por la amenaza del coronavirus, ese bichito que vino de Asia y lo ha trastocado todo. Todo parece normal aparte de alguna gente con mascarilla. Deambulando por el hospital, uno de los lugares que frecuento, me sorprendo pulsando los botones del ascensor con el dedo doblado o abriendo la manilla del aseo con el mango de la muleta o con el codo. Inevitablemente me acordé de tía Milce.

Himilce de la Calzada González, familiarmente tía Milce, era la segunda de los diez hijos que tuvieron mis abuelos maternos y desde que recuerdo siempre vivió con ellos, aunque recientemente he visto una foto con una indumentaria que no se correspondía con la habitual de Sosas del Cumbral y he sabido que hizo unos cursos de primeros auxilios y que trabajó en el hospital del Niño Jesús en Madrid, antecedentes que me cuadran con que fuera ella quien ponía las inyecciones en casa de los abuelos. No sé si fue durante esta época cuando comenzó su obsesión por la limpieza extrema, por la asepsia, o fue una reacción provocada por el contacto continuo con animales domésticos que eran auténticas fábricas de excrementos: boñigas inmensas de vaca, oblongas caballunas que se recogían para complementar la comida de los cerdos (ver Síndrome de Diógenes) y que ellos devolvían en forma de abundante estiércol que no recuerdo si tenía una denominación específica, las gallinazas de las aves de corral, cagalitas de cabras y ovejas, etc, etc. Unos daban leche, otros huevos, otros jamones, otros lana, otros….. y todos sin excepción producían mierda de todos los tamaños, colores y texturas con la que había que convivir, que a diario había que limpiar y almacenar en el estercolero pues sin tales sustancias las tierras de solano darían espigas de centeno muy magras, según el dicho “boñigas hacen espigas”. Es lógico pensar que tanta porquería con la que estaba obligada a convivir a todas horas, pudiera haber provocado un rechazo tan extremo.

Tía Milce era la encargada del ordeño y acudía cada mañana y cada noche a la cuadra llena de aprehensión, con un caldero, un paño blanco y una cañada para aliviar las ubres de las cuatro o cinco vacas del abuelo, a la luz vacilante de un precario farol de aceite. Calzaba madreñas que evitaban el contacto directo con el estiércol y un pañuelo negro en la cabeza que le cubría ambos mofletes para protegerse de los rabotazos, inevitablemente manchados de restos de boñiga y orín, que prodigaban las vacas incomodadas por los tirones acompasados con que tía Milce les exprimía los tetos. Cada vez que llenaba la cañada vertía la leche en el caldero tamizándola a través del paño blanco y que luego en la cocina volvería a colar de forma más minuciosa. Hiciera frío o calor, terminaba de ordeñar con prisa por acercarse a la cancilla de la huerta donde confluían los ríos Baltaín y Omaña para limpiarse a fondo de tanta inmundicia.

De tanto frotarse tenía el cutis brillante como un espejo y las manos hinchadas y agrietadas por los sabañones, inevitables de tanto lavarse en el agua helada del río hasta no sentirlas y que después de las abluciones intentaba reanimar acercándolas a la chapa de la cocina de leña. Era la misma agua helada donde lavaba la ropa de la casa incluso en invierno, con aquel jabón áspero que la abuela fabricaba con todo tipo de desperdicio graso, huesos y sosa cáustica, muy eficaz con la colada pero que agravaba aún más su ya maltratada piel.

El jabón no era suficiente para sentirse limpia. No lo presencié nunca pero parece que, con gran alarma de la abuela porque se quemase o provocase un incendio, a veces encendía papeles y pasaba las manos y los antebrazos por las llamas en un rito extremo de purificación. No sé si además de esterilizarse la piel, al modo en que la abuela desinfectaba las agujas con que extraía los pinchos de cardo o gatiña de las curtidas manos del abuelo, era una especie de entrenamiento para los rigores del Infierno del que toda la vida intentó huir a base de rezos. Con la duda permanente de si las oraciones serían suficiente para ganarse el salvoconducto hacia el Cielo o si tendría que comparecer ante Pedro Botero, amo de las calderas infernales, más valía estar entrenada en eso de la chamusquina. Cada vez que oí el chiste de un infierno donde los pecadores vivían en una piscina llena hasta al cuello de mierda y que cada poco un diablo pasaba una inmensa guadaña al ras por encima de las cabezas, me acordaba de tía Milce. Nunca se lo pregunté, pero probablemente a ella le hubiera aterrorizado más la piscina con mierda y la guadaña que obligaba a sumergir las cabezas, que las llamas con que nos pintaban el infierno como summum de los martirios.

Siempre la recuerdo trabajando, tejiendo, rezando o lavándose. Esas manos maltratadas por excesiva higiene y la esterilización a fuego, tenían que empuñar con fuerza el escavín para quitar las malas yerbas de los pies de la patata o la hoz para segar el centeno o sujetar el cepillo de raíces con el que blanqueaba las maderas de pisos y escaleras ayudándose de agua y lejía que le quemaban la piel indefensa pues los guantes de goma aún no se habían inventado.

Salvo en verano cuando los sobrinos la sustituíamos, también era la encargada de llevar a pastar a las vacas mañana y tarde, incluso sábados y domingos, ir a la fuente a por agua y todo tipo de recados más propios de niños. Además ayudaba al abuelo en las tareas del campo y era la encargada de subirse al carro para organizar las forcadas de yerba seca que nosotros le aupábamos hasta conseguir darle un volumen similar al autobús de línea. Entretenía las largas horas de pastoreo tejiendo a ganchillo cantidades ingentes de hexágonos o cuadrados con los que formaban primorosas colchas, tapetes y fundas de cojines o metros y metros de puntilla para ribetear servilletas y manteles o tejía artísticos paños para colocar en el respaldo de sillas y brazos de sillones o debajo de jarrones y candelabros de la iglesia.

Cuando llegaba a casa después de estar con las vacas o ayudando en otras tareas del campo, mientras los demás se daban un respiro, ella sucumbía a su necesidad de limpiar y de estar limpia. Se la veía atravesando a la carrera el corral y la huerta camino del río a lavarse o lavar algo. Cuando volvía evitaba mancharse abriendo las puertas con la mano usando el antebrazo o el codo (como hago yo ahora en el hospital por miedo al coronavirus), pero antes de llegar a casa ya había tocado algo con las manos y vuelta a lavarse al río, en un trajín interminable. Para ella tener las manos limpias era vital y se la podía ver de pie apoyando en las caderas la doblez de la mano y el antebrazo, una postura forzada que solo adoptamos los “normales” con las manos sucias de pintura o algo así.

En verano, cuando las tareas eran más intensas y el calor apretaba la necesidad de higiene se incrementaba y la sorprendíamos de vez en cuando en un rincón apartado del río bañándose en enaguas, el traje de baño habitual de las lugareñas que también vi usar a Mari la de Carola y alguna prima, con el consiguiente enfado por su parte al sentirse descubierta.

Esta obsesión por la limpieza provocaba que a veces la riñeran con una cierta severidad, lo que se traducía en un enfurruñamiento por su parte, pero no por ello desistía de la obsesión que no podía controlar. La limpieza extrema era una obligación más, una pesada tarea añadida a toda una vida dedicada a ayudar a sus padres, no sé si por decisión propia o por la obediencia debida a los progenitores, tan vigente entonces. Progenitores tirando a severos, a los que se trataba de usted y se profesaba un respeto y obediencia extremos, casi bíblicos. Mientras el resto de hermanos estudiaban, creaban familias y tenían trabajos más llevaderos, ella dedicó casi toda su vida a acompañar a los abuelos. El sacrificio de un hijo permaneciendo al lado de los padres y renunciando a su propia vida en beneficio de los demás hermanos, era algo habitual en las familias y seguramente no siempre reconocido y agradecido. Nunca la oí quejarse por ello, ni disputar o meterse con los demás. Trabajaba de forma incansable y solo necesitaba algo de tiempo para el aseo y para sus rezos.

Porque, siguiendo la tónica familiar, su otra obsesión era ser buena cristiana de misa diaria y rosario y estoy seguro que mientras tejía y vigilaba de reojo a las vacas, rezaba y meditaba sobre cómo ser mejor. Cuando por la noche, cansada de trajinar, se ponía a rezar o leer, tardaba horas en pasar una página o rezar un misterio pues se dormía y tenía que volver a comenzar. La recuerdo con mucho recogimiento, los ojos entrecerrados y musitando las oraciones con los labios como haciendo un puchero, en aquellos rosarios en penumbra en los que participábamos toda la familia. A la primera cabezada de tía Milce los sobrinos estábamos pendientes de cómo entraba en sucesivos trances de los que salía como con estupor y algo asustada por semejante flaqueza de espíritu y cómo recuperaba el aire de recogimiento mientras avanzaba las cuentas del rosario por las avemarías que calculaba se había saltado en la ensoñación. Los sobrinos malandrines intercambiábamos sonrisas maliciosas sin reparar en lo cansada que estaría del trabajo diario y seguro que alguna vez fuimos un poco injustos con nuestras bromas o tomaduras de pelo inmerecidas. Disculpa, tía.

Muerto el abuelo, la abuela y tía Milce fueron a vivir a León con las otras tres hermanas solteras y allí trabajó en una fábrica hasta la jubilación. Entre que tenía mucho tiempo ocupado, que el río no estaba tan a mano y que los excrementos se habían quedado en Vegarienza, parece que la manía por la limpieza remitió.

Los últimos diez o quince años los vivió en un ensimismamiento que no la impidió enterarse de todo lo que sucedía a su alrededor. Dedicaba buena parte del día a leer de manera repetitiva un libro de El hermano Rafael, monje trapense, que de tan releído se había desencuadernado y era un manojo de hojas sueltas. Si le dabas la entrada a una frase escogida al azar, ella la completaba de memoria. No sé si trataba de exprimir al límite las enseñanzas del fraile trapense o un método para mantener la cabeza ágil. No parecía consciente de lo mayor que era pues con noventa y muchos años cada vez que sus hermanas Pili y Tere, bastante más jóvenes que ella, salían de casa les preguntaba preocupada por si ellas no volvían, «¿Creéis que os volveré a ver?» Murió con 99 años como había vivido, mansamente, sin dar la mínima lata.

Si el malhadado coronavirus se hubiera encontrado de frente con la tía Milce, no creo que hubiera sido capaz de llevársela por delante, de tan limpia, bruñida y desinfectada como estaba siempre. Ciertamente el cuerpo de tía Milce era el espejo de su alma, obsesionada por su salvación pero limpia, sin dobleces, sin rencor. Si acaso algún resquemor con la vaca Garbosa por sus certeros rabotazos que la ponían perdida de boñiga cuando la ordeñaba. Tía, espero que al otro lado de la vida hayas encontrado por fin el reposo necesario en un sitio sin polvo ni manchas y por si acaso un río cerca, transparente como el Omaña y con aguas más templadas a poder ser, quizá lo más parecido al Cielo que pudiste desear en vida.

Mujer ordeñando.

Mujer ordeñando.

Imagen tomada de: botanical-online

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

Pepe «el Portu» (filósofos de cantina)

Pepe "el Portu"

Pepe «el Portu»

Nunca he entendido como están organizados los foros de los pueblos de Omaña, Laciana y Babia de verpueblos.com. Entro cada vez que un email avisa que se ha publicado algo nuevo y allí estoy un rato husmeando entre fotos antiguas y comentarios. A veces doy un primer vistazo y dejo para más adelante leer con detenimiento los comentarios. Cuando vuelvo sobre el tema el enlace ya no apunta a la foto o comentario que me interesaba y soy incapaz de encontrarlo. O soy un torpe o este foro es muy enrevesado. También puede ser que cambie adrede la primera página para que salgan a la luz fotos y comentarios antiguos y así provocar nuevas reacciones de los visitantes. Me pasó la semana pasada cuando lo primero que vi en el foro de El Castillo fue una foto de “El Porto” que había sido publicada hacía cuatro años, junto a muchos comentarios elogiosos. Yo había incluido algún pasaje sobre él en varios puntos del blog, pero enseguida que vi la foto tuve claro que Pepe merecía tener su propia entrada en la galería de personajes omañeses.

Me chocó que todos los comentarios se refirieran a él como “El Porto”, porque yo siempre entendí que era “Pepe el Portu”, por su ascendencia portuguesa y así le nombraba yo. En el foro se decía que su padre participó en la construcción de la carretera. Pepe el Portu fue el único portugués que conocí por entonces, aparte de los maderadores que aparecían por allí cada vez que alguien les llamaba porque necesitaba vigas para rehacer el maderamen de un pajar quemado en las últimas majas, ya que dominaban la técnica de convertir un tronco de árbol en vigas y tablones (oficio que los franceses denominan scieur de long por su maestría para aserrar los troncos en toda su longitud), ayudándose de unas enormes tronzas y cuerdas teñidas de azul para marcar los cortes sobre el tronco. Siempre me parecieron discretos y habilidosos. Nada que ver con la fama de exagerados y torpes que los mayores se empeñaban en imbuirnos cuando contaban que para que aprendieran a desfilar en la mili de Portugal les colocaban una polaina de cuero en la pantorrilla derecha y que la orden de marcha era “o coiro, o non coiro, o coiro, o non coiro……”, mientras que a las lumbreras hispanas era suficiente con decirnos “izquierda, derecha, izquierda….”. Maledicencias de vecinos chismosos. Supongo que Pepe el Portu oiría esta broma infinidad de veces y maldita la gracia que le haría. Pude comprobar personalmente que los maderadores eran gente habilidosa, seria y muy cumplidores en el trabajo. En Los oficios describo con cierto detalle cómo recuerdo haberles visto realizar su trabajo en el prado de El Valle, camino de Sosas, preparando las vigas con las que Humberto convirtió la cocina vieja de casa de mis abuelos en una casita adosada a la principal.

Técnica de los maderadores portugueses para aserrar a lo largo

Técnica de los maderadores portugueses para aserrar a lo largo

El Portu tenía fama de buen pescador y yo lo veía muchas mañanas, poco antes del mediodía, pasar por delante de casa de mis abuelos en Vegarienza a caballo de una bicicleta que conducía con una sola mano mientras sujetaba con el codo doblado del otro lado la caña de bambú enteriza que llevaba al hombro y con la mano sujetaba un cigarro de picadura que acercaba a los labios cada poco. Alpargatas azules, boina calada hasta las cejas que a duras penas conseguía contener su abundante cabellera negra, cesta de mimbre al hombro y una indumentaria algo desastrada completaban su atuendo. El desnivel constante de la carretera, quizá unos pulmones más gastados de la cuenta y probablemente que sabía que a mediodía no era la mejor hora para pescar, hacía que su marcha fuera parsimoniosa. El esfuerzo carretera arriba hacía que su rostro pareciera más coloradote y congestionado de lo habitual. Vivía en Guisatecha y como el río estaba acotado hasta el puente de Vega, salvo que alguien le pagara un permiso de coto para que le pescara unas cuantas truchas para un convite, se veía obligado a desplazarse hasta Vega o Aguasmestas para pescar en la zona libre del río. Yo le vi pocas veces en el río y muchas en las cantinas.

Y tiene una cierta lógica, pues de todos es sabido lo voluble que es el apetito de las truchas omañesas y Pepe El Portu, que las conocía mejor que nadie, cuando veía que las truchas no entraban a sus engaños no se entretenía aporreando el río como hacíamos los aficionados. Entonces se plantearía la disyuntiva de sentarse en la orilla hasta ver cebarse de nuevo a las truchas o volver hasta su casa, echar un rato por allí y volver al río más tarde. Además que tanta humedad podía ser mala para la salud lo primero debía ser aburrido y lo segundo ni pensar en ello (porque…. ¡joder lo lejos que quedaba Guisatecha!), lo más sabio era esperar en casa Selima o en la venta de Aguasmestas donde siempre había alguien con quien pasar el rato hasta que fuera hora de volver al río. También tengo la impresión de que al pasar por delante de casa Selima muchas veces debió sucumbir a la invitación de sus colegas a hacer un alto, incluso antes de verificar si las truchas picaban o no. Después de casi una hora pedaleando desde Guisatecha y el último calentón de la cuesta entre la casa del herrero y la de Selima, a ver quién era el majo que resistía la tentación de refrescar el gaznate por el que ni siquiera habría pasado el desayuno.

En aquellos lugares además de contar y oír historias también se bebía y entre que él no debía comer mucho y que consideraba, según aseguran en el foro de El Castillo, que el vino “…le servía de comida, bebida y además le calentaba el cuerpo….”, ¿quién sería el guapo en resistirse a una dieta tan completa y condensada? Más de una vez debió olvidarse volver para el río, para suerte de las truchas. Tras tantos ratos dedicados a la conversación en la cantina, no sé cómo era capaz de encontrar el camino de vuelta a casa ni a qué hora volvía. Lo digo porque yo le vi subir carretera arriba muchas veces, pero no recuerdo haberle visto nunca volver hacia abajo. No sé si la conversación y el libamiento le retenían hasta tarde en la cantina o que acostumbraba a pescar al sereno hasta muy avanzada la noche, con lo que pasaría por delante de nuestra casa cuando todos dormíamos. Seguro que cualquier disculpa sería buena para demorar el regreso a su casa desvencijada y fría. Con lo calentito y acompañado que se estaba en las cocinas-cantina de Selima y Pacita.

En casa Selima se le veía alternando con Pepe el del Taruco, Eduardo el de Santos y otros. No en el bar que era para el público en general sino en la cocina, como la gente de confianza, mientras Selima trajinaba en el fogón, en una esquina de la mesa el cacharrero despachaba su cena y Maxi gateaba por allí pendiente de las gracietas que le hacían los mayores. Alguna vez vi como el Portu se despachaba un puñado de bicarbonato para acallar la acidez que le atormentaba de tan poco comer y mucho beber aquel vino cuya reciedumbre se reforzaba con la pez que sellaba los pellejos donde lo almacenaban.

Tomás, Pepe el de Faustino y yo solíamos salir a pescar a media tarde río arriba, con la intención de convertir las truchas en dinero y que Pepe lo multiplicara en la timba de casa Pacita en Aguasmestas y allí coincidimos muchas veces con Pepe el Portu. También se le podía ver por casa Sandalio en El Castillo, aunque quizá allí fuera más por afición que por una pausa obligada por la inapetencia de las truchas.

Nunca lo vi en casa de Joselín donde yo entraba solo cuando en casa Sandalio no tenían lo que me habían mandado comprar. Y las pocas veces que entré lo hice con la sensación de estar trasgrediendo una regla no escrita pero que siempre percibí muy vigente, que consistía en que si entrabas en casa de Sandalio no debías hacerlo en la de Joselín. Esta regla no estuvo tan clara en Vegarienza mientras el Secretario tuvo el bar abierto, pero en general el que iba al bar del Secretario no entraba en casa Selima y al revés. Mi percepción, seguramente errónea, era que las casas de Joselin y de Selima eran más para profesionales del bebercio, para los bebedores empedernidos, mientras que casa Sandalio y el bar del Secretario eran para gente más “normal”, menos dependientes del vinazo. Probablemente esta apreciación mía tenía algo que ver con el activismo moral imperante que obligaba a dividir a la gente entre buenos y pecadores, entre los que bebían basicamente agua y si acaso un vermut los domingos al salir de misa y los que necesitaban el vino como combustible vital.

Como apoyo de esta estrambótica teoría estaba que casi todos los días a última hora de la tarde veía partir de Vegarienza a Floro, don Pedro el médico y alguno otro que no recuerdo en dirección a El Castillo, pasaban de largo por delante de casa Sandalio y se aposentaban diez pasos más allá en casa Joselín. ¿Era esto una confirmación de la regla que mencionaba antes o es que el vino de Joselín era muy diferente o el trato muy distinto? No lo sé ni soy un experto en bares, pero siempre creí que esas distintas querencias por las cantinas eran ciertas. Probablemente Pepe el Portu habría sabido darme una documentada explicación.

En el foro de El Castillo se alababa justamente la pericia pescatoria de el Portu, atribuyéndole incluso la invención del arte de “la pesca al garbanzo” que se hacía con una forqueta, modalidad de la que nunca oí hablar y no me extrañaría que fuese una broma de el Portu. Según cuento en El río Omaña si sé que el Portu pescaba

…con cebo natural, lombriz, maraballo o gusarapa, y con mosquitos artificiales que el mismo fabricaba. Decían que cuando estaba pescando y veía volar una mosca de mayo, sacudía la caña y el nylon como si fuera una tralla y la mosca se posaba mansamente en la punta de la caña. Él la cogía, la ensartaba en el anzuelo y conseguía una trucha bien gorda, pues no había una sola que resistiera la tentación de tragarse aquel insecto transparente de color verde suave, que pataleaba y revoloteaba sobre el agua”.

No sé si el Portu dominaba las artes de pesca prohibidas como el trasmallo o la tiradera, si pescaba a mano con tanta pericia como lo hacía su madre según afirman en el foro o si usaba el ferpón. Quizá no, pues no recuerdo que tuviera incidente alguno con la Guardia Civil o con el guarda ríos, algo que terminaba sabiéndose. Ni a qué se dedicaría cuando las truchas empezaron a escasear en el río Omaña.

Por el foro sé que se llamaba José María Martínez Rabanal. Ni rastro de ascendencia portuguesa en sus apellidos, pero independientemente de la influencia de esta componente genética se podría decir que Pepe el Portu era omañés como el que más. De la misma Guisatecha, donde no recuerdo que hubiera cantina pero sí que el río estaba acotado, lo que le obligó a pescar por encima de Vegarienza. Y por el camino oía, insistentes, cantos de sirena que salían de las cantinas. Así fue como aquel maestro en el arte de la pesca también se convirtió en experto en cantinas. Lo uno y lo otro requería predisposición, ser un artista y dedicación. Y a las cantinas el Portu le dedicó media vida. Gabinete Caligari cantaba “…bares, que lugares….para conversar….Jefe…sirva otra copita más…”. Pero en aquellas cantinas el vino no lo servían en copita. Junto al bote de bicarbonato te dejaban el jarro delante para que te sirvieras tú mismo, y como las truchas no se iban a marchar del río aunque te entretuvieras un poco y ¡se estaba tan a gusto en la cocina de Selima!, que…… Tiempo había para que la bicicleta te llevara, solita, hasta el áspero jergón de Guisatecha!

De no estar acotado el río a su paso por Guisatecha, ¿qué habría sido de el Portu?

Pepe “el Portu” rodeado de chavales en la puerta de casa Sandalio

Pepe “el Portu” rodeado de chavales en la puerta de casa Sandalio

Imágenes tomadas de: verpueblos.com/foro el Castillo (OctavioGarcíaGonzález y Aude), pstrimoine.hpy.free.fr

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

El tío Emilio (un hombre ensimismado)

1948. Tio Emilio en el campamento de milicias universitarias.

1948. Tio Emilio en el campamento de milicias universitarias.

El tío Emilio fue el sexto de los diez hermanos de la Calzada y, como todos, nació en Sosas del Cumbral, en la casa-escuela donde su padre era el maestro. Él fue el primero en ponernos un mote a los sobrinos: yo era Carcoma en alusión a mi apetito desmedido, Fernando era Tiriti sin que recuerde el por qué y Eduardo, el más pequeño, era Fardel porque llevaba los pañales siempre cargaditos. Loli era Lirila, pero no sé si el mote se lo puso tío Emilio o lo hicimos los hermanos para que no se fuera de rositas.

Él y mi madre, que le precedía, fueron los primeros hermanos que los abuelos mandaron a León con la finalidad expresa de estudiar. Como aún no disponían de lo que luego sería la cabeza de puente para el desembarco del resto de los hermanos, el piso de Ramiro Valbuena, tuvieron que estar de alquiler en casa de unos conocidos compartiendo una habitación de dos camas con dos hijos de JoaquínEl Tremoriego” de Sosas, chico y chica, una cama para las chicas y otra para los chicos, al puro estilo omañés: una cabeza en cada extremo de la cama. Al año siguiente Emilio cambió aquella precaria pensión por los rigores de un colegio de frailes.

Cuando llegó la hora de la universidad se fue a Madrid y no sé si que sus tíos Paco y Bernardino fueran médicos pudo tener alguna influencia en que cursara Medicina. Siempre he escuchado que era muy inteligente. Quizá el estar sobrado de aptitudes para el estudio le hizo entretenerse con algún tema ajeno a la carrera, incluido una cierta dedicación a la poesía. Estas distracciones alarmaron a tía María, era la encargada por los abuelos de mantener el orden y la autoridad sobre los sucesivos hermanos que salían del pueblo para estudiar, que viajó a Madrid a restablecer el sano orden de las cosas que parece ya no volvieron a descabalarse nunca más.

Recuerdo que al término de las prácticas de milicias universitarias que hizo en alguna plaza africana con el grado de alférez, nos visitó en Roa de Duero y le trajo como regaló a mi madre, con la que creo estaba muy unido, una bolsa moruna de cuero y base redonda que se cerraba con unos cordones también de cuero y que nos acompañó en nuestras compras durante muchos años, incluidas las incursiones veraniegas a la búsqueda de huevos en los pueblos próximos a Vegarienza (ver Guardianes del camino). También le regaló, posiblemente con los primeros dineros que ganó como médico, una máquina de coser Alfa con la que mi madre consiguió vestir a once hijos a lo largo de muchos años sin que sufriera percance mecánico alguno. Aún hoy sigue en perfecto uso, silenciosa eso sí, a la espera que alguna de mis hermanas la herede. Una maravilla técnica ajena a la obsolescencia programada y, sin duda, la pieza más importante del ajuar familiar.

Cuando acababa el curso el tío Emilio regresaba a Sosas, se despojaba de su pátina de universitario y participaba como uno más en los quehaceres de aquella familia de labradores, no exentos de riesgo como cuando estuvo a punto de que se lo comieran los lobos camino de Manzaneda (ver El lobo), y en los ritos y costumbres de aquella sociedad tan tradicional y adaptada al entorno rural, donde las trastadas (ver A nateras y quesos) eran una forma de incorporar alguna diversión a la rutina diaria, aunque fuera a costa del escarnio de algún convecino.

Creo que fue el primer miembro de la familia en disponer de cierta holgura económica y cuando venía por Vegarienza siempre traía algún artilugio que nos asombraba, lo que no era muy difícil en aquel entorno tan tradicional donde cualquier elemento del ajuar o las herramientas habían sido inventados siglos antes. Podía ser una maquinilla de afeitar eléctrica (que no solía funcionar por lo escasos voltios que producía el generador de la Sierra), o una de reserva y manual a rodillos con la que se desollaba la cara. También fue el primero que trajo un transistor a pilas con el que intentaba inutilmente oír, debido a las montañas que nos rodeaban, lo que decían Radio Pirenaica y Radio España Independiente del régimen de Franco y su inminente caída.

Yo creo que aquel empeño por oír la radio era porque si Franco moría él no quería demorarse en saberlo. Y es que creo que era un poco rojo y descreído, una auténtica oveja negra en una familia tan de orden y cristiana, que no desperdiciaba ocasión de tomar el pelo a sus hermanas cuando las veía tan dedicadas a rezos y visitas a la iglesia, empeñadas en ganarse la otra vida en la que seguramente él, tan conocedor del aspecto puramente físico del cuerpo humano, no creía. No es de extrañar que su paso por la universidad de finales de los años cincuenta del siglo veinte donde ya existía un fuerte movimiento de oposición, basicamente promovido por el partido comunista, al régimen franquista y al sindicato universitario oficial, el SEU, le hubiera impregnado de ideas anti franquistas. Yo viví en ese ambiente estudiantil unos cuantos años más tarde y lo entiendo perfectamente. Creo que ninguno de sus hermanos estuvo en contacto con un entorno tan politizado, de ahí que se mantuvieran hasta el final como creyentes y políticamente conservadores. No sé cómo valoraba la familia el distanciamiento del tío Emilio de los asuntos religiosos y sus ideas políticas, pero no recuerdo haber presenciado ni discusiones al respecto ni reproches.

También fue el primero de la familia en tener coche. Era un seiscientos en el que todos los que nos montamos pasamos mucho miedo porque teníamos conciencia de lo que significaba la velocidad (algunos habíamos experimentado lo peligroso que era afrontar en bicicleta las curvas demasiado deprisa y terminar en las zarzas) pero que al tío Emilio parecía traerle sin cuidado. Durante la carrera de Medicina tuvo que familiarizarse con conceptos físicos tales como la presión, la gravedad, la temperatura, etc. Nadie debió hablarle de la inercia que tiende a sacarte de las curvas o él por su cuenta había decidido prescindir de tan importante parámetro. Así que mientras los pasajeros apretábamos el culo en las frenadas viendo como nos echábamos encima de camiones y autobuses o nos mirábamos asustados sin atrevernos a rechistar en las curvas de Omaña o de la carretera de Ponferrada, el tío Emilio tiraba impasible del volante para mantener al bólido en la trayectoria, se ayudaba inclinando un poco el cuerpo como si fuera un motorista, y ajeno al canguelo de sus acompañantes. Pudiera ser que nosotros fuéramos unos miedosos inexpertos en la materia, acostumbrados como estábamos a la pachorra del manso autobús de Beltrán y al bicicleteo, y que él hubiera evolucionado a técnicas de conducción desconocidas para nosotros. Esto añadía a la atracción que en aquella época suponía subirse a un automóvil, el morbo de las sensaciones de una montaña rusa. O nosotros los autobuseros enjuiciábamos demasiado severamente su manera de conducir o tuvo mucha suerte, pues no recuerdo que tuviera incidente alguno en aquellas carreteras salvo un encontronazo leve con una vaca.

Recuerdo, como si fuera hoy, el día que llegó en el rápido de Beltrán con la que sería nuestra tía Quinita para presentarla en familia. Era una morena guapa, alta y delgada, labios pintados de rojo intenso, sombra de ojos y rímel en pestañas, falda blanca finamente tableada, un niqui de punto a rayas azules y blancas bastante ajustado y zapatos de tacón tan alto que no sé cómo pudo llegar desde casa de Selima hasta la de los abuelos sin torcerse un tobillo entre las desiguales piedras de la carretera. Tuve la sensación de que nunca habíamos visto por allí una mujer como ella, pues me pareció una reina. Yo estaba tan deslumbrado por mi nueva tía que no percibí o reparé en las reacciones de mis abuelos y tías, tan discretos en su atuendo y sobrios en sus manifestaciones, ante aquella mujer que parecía llegada de otro mundo en el que lucir bella y atractiva era lo normal. Pero presumo que, al menos, debieron quedar muy sorprendidos por aquel exceso de espontaneidad. Tuvieron tres hijos que casi nunca aparecieron por Vegarienza en aquellos veranos omañeses tan superpoblados de nietos. Vivieron en un chalecito en Ponferrada donde el tío ejerció de cirujano y fue director del hospital-residencia de la Seguridad Social.

Hoy día todo cirujano debe especializarse durante años en una porción mínima del cuerpo humano ya sea el hombro, la mano, columna, etc. Entonces un cirujano era un médico todoterreno que había superado la aprensión a la sangre y que no le temblaba el pulso ante escenarios quirúrgicos más propios de un matadero o de una guerra. Su campo de acción abarcaba todo el cuerpo, desde la coronilla a los dedos de los pies. Sin más ayuda que acaso una radiografía, todo empezaba cogiendo el bisturí para dejar al descubierto el órgano a reparar, decidir sobre la marcha que hacer ante lo que veía, cortar y unir para terminar recolocándolo todo y cosiendo lo mejor y más rápido posible aquel batiburrillo de vísceras y músculos, confiando en que su ojo clínico y sus manos hubieran resuelto la dolencia. Y a esperar que el paciente no se muriera. A mí me operó de la uña gorda de los dos pies, algo que seguro no venía en sus libros de Medicina pero que él supo cómo afrontar para que dejara de ser un problema para mí.

Salvo cuando estaba de broma o tomando el pelo a alguien, era frecuente verle pensativo y ensimismado, como ausente y poco participativo en las conversaciones, ejecutando algunos tics como estirar el cuello o tocarse la mandíbula con el hombro y moviendo las manos sin finalidad aparente. A veces he pensado que él ensimismamiento pudiera deberse a un proceso mental de elaboración de estrategias para la próxima cirugía complicada que tendría que afrontar; que con el gesto del hombro reproducía cómo detener una gota de sudor que descendía por la barbilla mientras operaba y que el estiramiento del cuello era una forma de aliviar la tensión que se vivía en el quirófano por el esfuerzo físico y la responsabilidad de tener en sus manos la vida del paciente. Sus movimientos de manos podían corresponder con el ritual de lavado estricto de manos y puesta de guantes quirúrgicos ayudado por una enfermera. Gestos repetidos en el quirófano miles de veces, que se habían convertido en tics en su día a día fuera de la sala de operaciones. Obviamente se trata de una especulación, pero encajaría con un entendimiento obsesivo de su trabajo de cirujano, que tengo entendido que le llevó alguna vez a coserse a sí mismo alguna herida que se produjo, con toda sangre fría.

Siguiendo en el terreno especulativo, otra posible explicación a esa actitud ausente y poco participativa, pudiera ser haber asumido que su posicionamiento en lo político y religioso era tan incompatible con el ideario familiar, que debía evitar a toda costa que afectase al buen clima reinante. Conozco estas situaciones familiares en las que discutir acerca de lo que cada uno cree solo produce, en el mejor de los casos, melancolía.

Con mis otros tíos yo tenía mucha familiaridad y seguro que a veces debí resultar un poco cargante intentando que me prestasen atención. Con el tío Emilio a veces tuve la incómoda sensación de que mis preguntas o comentarios de imberbe estaban de más, pues él estaba a lo suyo, dándole vueltas en el caletre a cosas que le preocupaban. Era la ecuación perfecta, un tío ensimismado y un sobrino tímido y apocado que hacía que a veces los silencios fueran casi dolorosos.

Su conocida tendencia política, tan poco saludable en aquella época, y que no disimulaba lo más mínimo, le trajo algún problema judicial. Por esas ironías del Destino, luego fue médico militar y tuvo un papel destacado como cirujano en un hospital militar de Madrid. Cuando Franco murió, algo que durante tantos años esperó impaciente que anunciara Radio Pirenaica, no sé cómo lo celebró o si cuando sucedió ya sus inquietudes políticas se habían sosegado.

Cuando murió, su cadáver fue velado en su hospital militar. El Destino está siempre ahí dispuesto a ponernos en evidencia y, en una última pirueta, hizo que el tío Emilio fuera despedido por familiares y amigos en una institución militar, algo que nunca debió imaginar en sus años de disidencia y rojería. Así somos, muy vehementes en ocasiones sin reparar en que quizá la vida nos ajustará cuentas y contradecirá a la primera ocasión. Como nos ha pasado a casi todos, que coqueteamos con el progresismo en la universidad y de mayores viramos hacia posiciones menos comprometidas. De lo que no tengo duda, a pesar de la relativa distancia que imponía su actitud introspectiva, es que el tío Emilio, al igual que sus otros hermanos varones, fue para mí alguien a quien quise, admiré y deseé parecerme de mayor.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

La derritaina (patatas, patatolas, patatas solas)

Chamuscando el gocho.

Chamuscando el gocho.

La gastronomía de Sosas del Cumbral, última aldea del curso del rio Baltaín (ver El fin del mundo), no se distinguía por su diversidad. Más bien al contrario como sintetizaba en su respuesta, creo que era el tío Josepín, cuando le preguntaban lo que comía “por la mañana patatas, a mediodía patatolas y por la noche patatas solas”. Esas patatas casi transparentes que cuando de tarde en tarde nos las topamos ahora en el plato de algún restaurante modesto, adornadas con un poco de chorizo o unas costillas o trozos de pimientos verdes en un alarde de simplicidad, nos saben a gloria. La frase del tío Josepín enfatizaba lo repetitivo de las comidas a partir de lo poco que se tenía a mano. Doy fe que se podría resumir con desayuno de leche con pan migado, comida a base de patatas con otras hortalizas (las patatolas) y si acaso algo de carne, y para cenar sopas de ajo, algún huevo y más leche con migote de pan o, como decía Josepin, patatas solas.

Porque lo que se tenía a mano era poco. El clima con fríos excesivos, la escasez de tierra de regadío y las horas del día que no daban más de sí, solo permitían cosechar en las linares próximas al río patatas, cebollas, berzas, lechugas, nabos, frejoles y garbanzos y guisantes en los eiros de secano y más arriba, en las tierras robadas al monte, el centeno, único cereal que aguantaba las heladas y conseguía medrar a pesar de la pobreza de aquellos suelos. Del centeno se obtenía un pan recio, casi negro, que se amasaba cada dos o tres semanas en grandes hogazas que ponían a prueba nuestra dentadura, sobre todo las piezas del final de la amasada. En verano los cerezos, guindales y ciruelos y los manzanos, perales y nogales en otoño añadían algo de color y vitaminas a la dieta. Algunas manzanas conservadas entre paja llegaban arrugaditas a Navidad, mientras las nueces podían durar años y constituir el regalo de Reyes como me sucedió a mí junto con mis primeros pantalones largos (ver La vida con los abuelos en Vegarienza).

Para ponerle algo de gracia a aquella monotonía alimentaria vegetal, estaban las proteínas animales obtenidas de diez o doce gallinas viejas al año, alguna perdiz o paloma torcaz apiolada cerca de la cabaña de Pico Pelao, quizá conejo si en la casa había conejera y el gocho, sin duda la estrella de aquel páramo alimentario. Salvo la pelambre del cerdo, que se eliminaba quemándola con antorchas de paja (diga lo que diga el Papa de turno sobre el Infierno, antes de convertirse en pitanza todos los gochos de Omaña pasaban un rato por ese sitio abrasador) y raspando con cuchillos la piel una vez escaldada con agua hirviendo, los cascos de las pezuñas que se desprendían con un hábil giro en medio de tanta chamusquina y el contenido de los intestinos (que en tan aciago amanecer para el cochino, no había tenido tiempo de convertirse en grasa o proteínas), todo se aprovechaba. Incluso del pene se podía obtener un vergajo para avivar el paso de las monturas y la vejiga inflada podía servir como flotador para aprender a nadar en el río. Tras un minucioso trabajo de de-construcción, clasificación y sabia administración de sal y adobo de pimentón, todo ello capitaneado por el ama de casa, aquella redondez con patas que había sido el cerdo tan sólo unas horas antes, terminaba convertido en sartas de chorizos y morcillas, botillos, lomos, planchas de tocino, paletillas y jamones y también el unto de cerdo que estaba siempre a mano de las cocineras. Esta parafernalia prudentemente dosificada a lo largo del año serviría para alegrar cualquier plato.

Por la gran diversidad de productos que de él se obtenían, el gocho de Omaña podía asemejarse a una mina con múltiples frentes y galerías donde extraer carbón, metales preciosos y minerales de todo tipo y utilidad. En la minería cerdil había vetas proteicas, filones grasos y otros entreverados que propiciaban una dieta cerdo-céntrica que podía resumirse en que se comía cualquier cosa con una pizca de cerdo. Tantas pizcas de cerdo como días tiene el año, sin olvidar la importancia que tenía en la dieta los derivados de vaca y los huevos de gallina. Para ser justos, un blasón representativo de Omaña debería contener alguna alusión a cerdos, vacas y gallinas.

Creo que podría considerarse al unto o manteca de cerdo como condimento, al mismo nivel que el pimentón, la sal, el laurel o el tomillo. Si el pimentón daba colorido a los guisos de patatas o los huevos fritos, el unto era responsable de que el más espartano de los guisos pareciera que tenía sustancia, cuando solo era un poco de grasa en forma de ojos flotando sobre las sopas de ajo o un guiso de berzas.

Alguna trucha muy de tarde en tarde y el bacalao en salazón que permitía cumplir con la prohibición de comer carne en los viernes de cuaresma, completaban la dieta en aquellos tiempos difíciles.

Todo aburrido y repetitivo. Mis tías recuerdan que alguien apareció un día con un invento que pudo suponer una innovación en la rutina de las patatas, patatolas, patatas solas. Era una máquina de hacer fideos que una vez elaborados se colgaban de los varales de la matanza para que secaran. Habría que ver aquellos fideos pardos de harina de centeno y renegridos del humo que subía de las trébedes. Nunca vi semejante invento por la casa. Probablemente tras los duros años de posguerra incluso hasta Sosas llegarían los fideos de harina de trigo y aquel engendro caería en desuso.

La anterior reflexión sobre la dieta omañesa surge al hilo de una reciente conversación en casa de mis tías Tere y Pili (que nacieron y vivieron en Sosas), sobre la cantidad y diversidad de alimentos que desfilan por las mesas navideñas de hoy día y que solo de pensarlo nos hace sentir empachados mucho antes del día de Nochebuena. Fue la primera vez que oí hablar de la derritaina que comían en Nochebuena y que ellas recordaban como algo delicioso y destacable en aquella dieta espartana y repetitiva. Y, faltaba más, la derritaina también tenía que ver con el gocho. Con el unto, en concreto. Se calentaba en una sartén manteca de cerdo y cuando estaba derretida, de ahí lo de derritaina, se echaban manzanas y cebollas enteras que se dejaban hacer a fuego lento hasta que casi se deshacían. Se servía caliente espolvoreando algo de azúcar por encima y lo recuerdan como manjar de dioses en aquellas míseras navidades posteriores a la guerra civil.

A primera vista parece una bomba alimentaria, pero comparándola con el carrusel de mariscos, asados, pescados al horno, embutidos, quesos, dulces y turrones que trasegamos hoy día, quizá fuese preferible para la cena de Navidad un guisote de patatas o unas sopas de ajo con ojos de unto y, para cerrar , una rica derritaina omañesa. De hecho, no recuerdo un solo gordo en Sosas del Cumbral y por aquí los hay a patadas. Seguramente el problema será encontrar, entre tanta abundancia de alimentos provenientes de todo el mundo que hoy ponen delante de nuestras narices los supermercados, el humilde unto de cerdo. Créanme, me está apeteciendo una derritaina.

Imagen tomada de: caminandoporparedes.com

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

La fuente del Valle (el último que apague la luz)

Acarreando agua en África.

Acarreando agua en África.

Dicen los que saben, que para 2050 el desierto habrá colonizado media península ibérica llegando hasta las estribaciones del Sistema Central, con lo que el túnel de Guadarrama será un pasillo para entrar en la zona aún algo verde. Al lado arenoso habrán llegado gentes con turbante y camellos para ocupar el territorio abandonado y en el otro estarán apelotonados los españolitos peleando por la poca agua disponible al estilo apocalíptico de la película Mad Max. Habrán regresado los curas con sotana que sacan a los santos en procesión implorando lluvia (ver Sacar el agua del río) y la ducha diaria estará reservada a los muy ricos que habrán añadido el agua a la lista de bienes acaparables y objeto de especulación. Castilla y León, Aragón, La Rioja, etc habrán dejado de formar parte de la España vaciada pues solo existirá la región de la España colmatada. Por fin se habrá resuelto el problema del abandono de las áreas rurales. No sé si sucederá así, pero nos lo habremos merecido por manirrotos. Seguramente no estaré aquí para verlo, pero quizá sea el escenario que les toque vivir a mis nietos.

Cada vez que veo en las noticias o en un reportaje las largas caminatas de mujeres africanas acarreando agua con la espalda doblada, me acuerdo de que también en Omaña el agua era un bien preciado que había que transportar a las casas para cocinar y asearse. Aunque el río Omaña solía traer agua abundante, en las casas no se desperdiciaba ni una pizca porque costaba traerla desde el río con calderos o el jarrón aguamanil y porque, como en todo, regía la norma general de aquella sociedad rural que era no despilfarrar. Había dos actividades que por sí mismas hubieran requerido disponer de gran cantidad de agua en las casas y que se desarrollaban allí donde el agua estaba. Una de ellas era la colada que las mujeres hacían directamente en el río, arrodilladas en un cajón de madera, con las manos agrietadas de sabañones si era invierno y con miedo a las culebras que se resguardaban bajo las piedras de la orilla si era verano. La otra era que las vacas, que siempre llegaban a casa bebidas, cuando en invierno estaban encerradas en la cuadra había que llevarlas a diario a beber al río.

Incluso el agua de boca se consumía con tino. No es que se pasase sed, pero un botijo de menos de tres litros solía durar todo un día para una familia de cuatro o cinco personas, lo que parece poco pues ahora se recomienda una tasa de dos litros diarios. No habíamos oído aún el término pero seguramente vivíamos algo deshidratados, desde luego que peor que los urbanitas de hoy atados a su inseparable botellita de agua. Quizá la explicación de tanto miramiento por el agua esté en que la de beber había que traerla de la fuente, que en el caso de Vegarienza estaba menos a mano que el río. Si en casa había chiquillos ellos eran los encargados de ir a la fuente, como me sucedió a mí cuando viví con mis abuelos en Vegarienza. No sé cuántas veces habré ido a la fuente del Valle con el botijo golpeándome la pantorrilla y cuidándome de las ortigas y zarzas que bordeaban el camino que arrancaba de casa de Corsino y por la ladera del campanario llegaba, río Baltaín arriba, hasta enfrente de la casa del Asturiano donde estaba la fuente entre helechos y zarzas. A través de un tubo de hierro manaba un chorrito de agua que salpicaba en una piedra plana hasta que asentábamos el botijo bajo el chorro. El eco del agua dentro del botijo nos iba indicando lo que faltaba para estar lleno y recuerdo que en verano nos impacientábamos porque el chorro era un hilito de agua.

Había que ir a la fuente a diario, incluso en invierno cuando no se veían las escobas de tanta nieve, y el miedo al lobo se me hacía muy patente cuando intentaba autoconvencerme de que aquellas pisadas recientes sobre la nieve helada en realidad eran de perro. Casi siempre solía buscar la compañía de alguno de los primos de casa de tía Blanca para que el camino se hiciera más ameno y ahuyentar miedos, a pesar de los riesgos que entrañaba la compañía. Podían entrechocar los botijos o romperlos por la prisas en ser el primero en llenarlo en la fuente o rodar por la ladera si se asentaba mal en el suelo mientras intentabas coger una flor de estallete o una mora o que el botijo llegara a casa medio vacío por las peleas entrecruzadas de buches de agua o los concursos de ver quién hablaba mejor mientras bebía agua a chorro o las peleas de chorros que producíamos impulsando el agua por el pitorro fino soplando con fuerza por el gordo. Había un extenso repertorio de formas de poner en peligro el botijo y romperlo era grave, no solo por la responsabilidad que se exigía hasta a los más pequeños en el desempeño de las labores que se les encomendaban sino porque en cada casa solo había un botijo y habría que esperar a que llegase el cacharrero para comprar otro que tardaría varios días en poder usarse pues había que someterlo al cuidadoso proceso de la cura del botijo. La abuela Honorina llenaba el botijo por primera vez con mucho cuidado para que ni una sola gota mojase la superficie exterior, porque se creía que entonces el botijo no enfriaría bien, y le añadía un poquito de anís para quitar el sabor a barro, dejándolo así durante varios días. Junto con el vino, el agua de beber era cosa muy seria y recuerdo que la abuela confeccionaba un caperuzón de hilo que se colocaba en el pitorro ancho para que no entraran impurezas al rozar con las escobas y arbustos camino de la fuente. Otra regla ineludible que nos recordaban a menudo era que antes de llenar el botijo había que enjuagarlo energicamente con un poco de agua.

Estaba claro que había que mirar por cada gota de agua que se acarreaba hasta casa. En la de mis abuelos era muy fácil acceder a uno de los dos ríos que se juntaban precisamente a la bajera de la huerta donde, además, teníamos un pozo con bomba manual que servía tanto para proveer de agua a la casa como para regar lo que había sembrado mi abuela con la ayuda de una canaleta de madera que se colocaba a la salida de la bomba y llevaba el agua hasta los surcos de las hortalizas. En alguna casa, creo que fue en Cirujales en casa de Arcadio el albañil, vi como grado máximo de sofisticación que tenían un pozo dentro de la misma casa y la bomba de mano estaba situada al lado del fregadero. Supongo que la dueña de la casa sería la envidia de todas sus vecinas al tener resuelto de forma tan sencilla una de las tareas diarias más esclavas, traer agua a la casa.

No puedo precisar si fue por los años sesenta cuando en casa de mis abuelos se puso agua corriente elevándola desde el pozo con una bomba eléctrica sumergible hasta un depósito en el desván que surtía a un cuarto de baño y al calderín de la cocina de leña. Lo que si recuerdo es que no supuso dar paso al despilfarro ya que el pozo manaba lo justo y un uso descuidado del agua habría excedido la capacidad de la fosa séptica. Aunque el agua estaba a golpe de grifo, continuamos haciendo un uso moderado del agua.

Con ayuda económica de la Diputación para la compra de materiales, años más tarde se comenzó a traer el agua corriente a los pueblos captándola de fuentes y arroyos, mediante obras en las que los vecinos participaban como mano de obra gratuita. Supongo que fue un alivio tener el agua a tiro de grifo, pero por lo que algunos veranos he oído en Vegarienza no todos conservan el antiguo sentido de la moderación en el uso del agua y la gastan regando el césped, que suena un poco cursi porque toda la vida por allí se había dicho yerba o simplemente verde, comprometiendo el abastecimiento a todo el pueblo en la época de verano. A menudo no se aprecia lo que no cuesta esfuerzo conseguir. Simultáneamente hubo que solucionar el problema de la evacuación de las aguas residuales ya que en los planes de la Diputación solo se contemplaba traer el agua a las casas y no cómo reintegrarla al medio natural. Se echó mano de las fosas sépticas y, como pude comprobar, de la picaresca.

Cuando mi madre se compró la última casa de Villaverde descubrimos adosado a una de las fachadas un pequeño recinto que debió utilizarse como retrete rudimentario, pero suficiente como para no tener que hacer esa actividad corporal al aire libre o en las cuadras como era habitual, detalle que junto a algunas fotografías y postales que encontramos en los arcones de la casa nos hizo pensar que los anteriores dueños podían haber sido algo más que simples campesinos y con hábitos quizá más refinados que el común. La casa no tenía agua corriente pero era relativamente fácil obtener agua para todo uso, excepto el de beber, pues por debajo de la cocina corría una presa de riego con agua del río. Al poco se empezó con la traída de agua desde el monte hasta un depósito que la distribuía a todo el pueblo.

Aquel verano coincidí en Villaverde con las obras de conducción de las aguas residuales hasta la fosa séptica en la bajera del pueblo, ya cerca del río del Valle Gordo, en las que participábamos gente de todas las casas, sin más dirección y conocimientos en el asunto que lo que a cada uno se nos podía ocurrir. Yo participé activamente en los trabajos, llevaba la cuenta de las horas con que contribuían las personas de cada casa, transporté algún material desde el almacén de Ferreras en Soto y Amío y discutí con los demás si hacer las cosas de tal o cual forma. La operativa no era complicada pues consistía en hacer una zanja poco profunda siguiendo la pendiente del terreno, donde se tendían los tubos de cemento prefabricados que se iban empalmando uno con otro sellando la junta con mortero de cemento. Recuerdo que yo me esmeraba mucho en la elaboración de la junta buscando que no se escapara nada de agua. Cuando me vio nuestro vecino Ángel, que participaba en la obra con mucho entusiasmo y que debía temer que reventara la fosa séptica como en casa de mis abuelos, medio me abroncó y me dijo que lo que había que hacer era dejar un poco separados los tubos como había visto hacer en otras obras similares de por allí. Estaba claro que donde no llegaba la capacidad de la fosa séptica y la ausente dirección técnica de la obra, se suplía con la buena voluntad de los vecinos y la picaresca.

Se me acabaron las vacaciones y no sé muy bien cómo se remató la obra hasta llegar con el alcantarillado a la fosa séptica, pero casi seguro que los tubos dejarían por el camino una parte de nuestros excedentes corporales a lo que se añadió que algunas cuadras empezaran a limpiarse a manguerazos en lugar del procedimiento clásico de amontonar el estiércol en los esterqueros para luego abonar tierras y prados (¿qué tierras y qué prados? se me dirá, con razón). Y probablemente (agradecería que alguien me asegurara que no fue así) cuando la fosa séptica se llenó, por algún sitio empezaría a salir un chorrito hediondo que impepinablemente acabaría en el río.

Volviendo al comienzo, entre todos la matamos y ella sola, la que llamamos madre Naturaleza, se murió o se está muriendo, muy deprisa. Empezamos llenando el vaso en el grifo en vez de tirar de botijo y duchándonos todos los días en lugar de una vez a la semana (no sé de nadie que se haya muerto por hacerlo así) y ahora estamos hablando de que igual nuestros tataranietos no tendrán donde llenar sus botijos. Claro que, ¿quién es el guapo que se resiste a las comodidades? Hubiéramos necesitado una mirada más larga y mucho más espíritu crítico para ser capaces de acompasar el abandono de condiciones de vida, que a veces hay que reconocer que eran realmente miserables y esclavas, y el progreso. Progreso sí, pero no a cualquier precio. Tendríamos que habernos cortado las manos antes que dejar que los tubos del alcantarillado de Villaverde fugasen a propósito y alguien con más conocimiento debió de supervisar nuestro trabajo, voluntarioso pero poco entendido, y haber tenido estudiado qué hacer cuando las fosas sépticas se colmatasen para evitar emponzoñar los ríos. Si de los ríos de aguas limpias de Omaña que yo conocí enviamos porquería aguas abajo, ¿cómo puede extrañarnos que dentro de treinta años las dunas hayan cubierto media península?

Si no se da un recio golpe de timón y nos lo tomamos en serio (Estados Unidos acaba de abandonar los acuerdos para luchar contra el cambio climático), algún día en las paredes de la España colmatada se empezará a ver pintadas que recordarán aquel genial graffiti de un aeropuerto uruguayo que advertía El último que apague la luz. Otro día de fuerte viento alguien dirá que ha visto flotar unos granos de arena en la boca norte del túnel de Guadarrama y se desatará la histeria colectiva. Compactas filas de gente avanzarán por los arcenes cargados con la cantimplora y lo más indispensable pues habrá comenzado la segunda migración hacia el norte para ganar unos pocos años al desierto. Los más avisados saben que el viaje será largo y entre sus bártulos llevan unos garfios para saltar la valla que Europa ha levantado a lo largo de los Pirineos. ¿Les suena? Los más débiles y los más sabios decidirán quedarse, unos porque están seguros que morirán por el camino o que no podrán traspasar la valla y los otros porque saben que el éxodo no terminará tras la valla pirenaica, que poco tiempo después habrá que volver a coger el hatillo de migrante, una y otra vez en dirección norte y que encontrarán nuevas vallas hasta llegar al Ártico, donde no quedará otra que tirarse al agua. Salada. Mejor leer algún libro sobre cómo los nómadas sobreviven en las dunas que ya remontan el Alto de los Leones.

Botijos usuales en Omaña.

Botijos usuales en Omaña.

Imágenes tomadas de: Ancorpiu/JavierAcebal, ferreterialospedros.com, artesaniasanjose, pinterest

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada