Sensación de desvalimiento (rumor de cantos rodados)

2009. Riada en Villanueva de Omaña.

2009. Riada en Villanueva de Omaña.

Los dos ríos mansos que conocíamos en los veranos de Vegarienza, cuando uno de ellos ni siquiera era río pues se secaba totalmente en sus últimos metros, en invierno se transformaban. Sobre todo si había una temporada prolongada de lluvia o si tras una gran nevada el tiempo se templaba y llovía intensamente produciéndose un deshielo rápido. Entonces al Omaña y al Baltaín se les hinchaban las narices y todos estábamos pendientes de cuan hinchadas las tenían.

Primero las aguas subían de nivel, adquirían una velocidad inusitada y, como primer aviso, se llevaban los puertos construidos en el verano para sacar el agua para los prados. Después empezaban a arrastrar pequeños árboles y se oía el ruido que hacían bajo el agua los morrillos, golpeándose unos con otros por la fuerza de la corriente que ya iba tan rápida que casi te mareabas mirando los remolinos.

El bonito puente de la carretera sobre el río Baltaín tenía tres ojos diseñados por un ingeniero de caminos que seguramente lo vio en verano, totalmente seco o con poca agua, y pensó que era más bien un desnivel del terreno que un río con capacidad de cabrearse y poner en apuros a los ribereños. El tamaño de los ojos del puente era insuficiente para que pasaran por debajo los troncos que arrastraba en las grandes riadas y se producía un atasco tal que hacía que el agua se remansase. He llegado a ver el nivel del agua a punto de pasar por encima de la carretera, junto a la casa de Nela, con lo que las vacas de Urbano debían estar casi nadando. Sabíamos que si el agua pasaba por encima de la carretera, se metería en casa de los abuelos y, cruzando por “el despacho” y el corral, iría a juntarse con el río grande después de atravesar la huerta.

Entretanto el río Omaña estaba dándole bocados a los prados de Las Huertas de enfrente a la casa del herrero, justo en el sitio en que el río hace una curva para dirigirse hacia el Pradico, y, entre bocado y bocado, se llevaba un chopo al que había dejado con las raíces al aire después de tanto escarbar. Con los árboles de la orilla del río sin hojas, todo lo que sucedía lo veíamos preocupados desde la carretera que caminábamos incesantemente para observar lo que sucedía en cada punto del río grande y oír las valoraciones de los que ya habían vivido otras riadas. Tal parecía que el río iba a hacer un curso nuevo por en medio de los prados de Las Huertas, desplazando el cauce cien metros y dejándonos sin uno de los dos ríos que bordeaban la huerta de mis abuelos desde tiempo inmemorial. Nunca llegó a tanto, pero el curso del río se modificaba de riada en riada, hasta que, cuando terminó de comerse el prado de enfrente de casa del herrero, la curva se hizo más pronunciada y el río se enfiló hacía el Pradico donde empezó a tragarse trozos de prado y unos cuantos chopos.

Ahora la preocupación no era que el agua entrase en casa, si no que después del Pradico se iría la huerta río abajo y, después de la huerta, la casa. Y todo sucedía mientras mirábamos al cielo por si se veía un atisbo de que aquello fuese a parar en algún momento y pasábamos el día en madreñas, carretera arriba y abajo, intentando discernir si el agua subía o bajaba. Por las mañanas contábamos los chopos, por si faltaba alguno más que indicaría que detrás se iría un trozo de terreno. Salvo rezar, no podíamos hacer nada que aliviara aquel desvalimiento.

Cuando aquello pasaba, aún no habíamos oído hablar del anticiclón de las Azores, algunos pensaban que nos habíamos librado gracias a los rezos y todos respirábamos aliviados. Solo quedaba desatascar los ojos del puente del Baltaín de troncos y ramas, buena parte de los cuales terminarían calentando las sopas de ajo en las cocinas próximas, y esperar que la próxima riada tardase otros diez años en producirse para, así, recuperarse del susto y olvidar lo inermes que estábamos cuando los dos ríos al unísono nos recordaban que eran respetables y todopoderosos ríos de montaña.

En verano veríamos que ya no estaban los morrillos que nos eran familiares y que en mitad del cauce otros nuevos, aún como recién lavados por los golpes que habían recibido en su reciente viaje valle abajo, ofrecían nuevos refugios a las truchas. Algunos cantos rodados habrían llegado en sucesivas riadas desde Murias de Paredes o desde Fasgar en el Valle Gordo, limando sus aristas a fuerza de trompicones. En unos cuantos meses más todos habríamos olvidado la angustia de la riada y los morrillos del río, ya cubiertos por una pátina color mermelada de ciruela, formarían parte del paisaje acuático cotidiano. Pero en su sino estaba reemprender viaje años más tarde y plantarse en La Omañuela o más allá, cuando al Omaña y a sus ríos tributarios se les volvieran a hinchar las narices. Como morrillos viajeros que eran, algunos traspasarían las fronteras de la Omaña que les vio nacer, abandonándola para siempre al igual que lo hacía mucha de su gente. Aquellas riadas que tanto nos desasosegaban a los que andábamos como almas en pena por la carretera mirando al río con temor, no preocupaban para nada a estos cantos andarines que estaban en su elemento, como las truchas. Más bien las riadas les despertaban de su letargo de años y les animaban a reiniciar su viaje rodando valle abajo. Solo se quedaban aquellos que se habían integrado en las paredes de las casas o de las fincas, y que añorarían su anterior vida viajera cada vez que oyeran el rumor sordo del entrechocar de sus congéneres impulsados por la riada. No sé donde leí que «las vidas son los morrillos que van a dar a la mar«, y también los chopos y los trozos de Pradico. Riada tras riada nos abandonaban los cantos del río y solo nos quedaba la angustia vivida.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Imagen tomada de: villanueva-de-omania.nirudia.com

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

3 pensamientos en “Sensación de desvalimiento (rumor de cantos rodados)

  1. El icono de mi pueblo para mí es el río. Cuando llegaban las primeras lluvias del otoño y empezaba a crecer, adquiría un encanto especial. Se purificaba, se limpiaba de toda la inmundicia con que lo castigamos. Ver el agua embravecida con toda su fuerza y escuchar ese sonido que llegaba a cada una de las casas era algo que me cautivaba.
    Un cordial saludo.

  2. No te quepa ninguna duda, alguno llegaría. Siempre se le llamó río chico, quizá por lo de valle chico, pero se llama Arroyo de las yeguas. En el pueblo confluye con el arroyo del collado y el arroyo de la guariza. Pero vamos, nada de arroyo, río hecho y derecho, eso de arroyos: para los que ponen los nombres.
    Un cordial saludo.

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