Mis primeros vaqueros (piel de quita y pon)

1850 Anuncio de vaqueros Levi Strauss - 1919 Victoria Federica.

1850 Anuncio de vaqueros Levi Strauss – 1919 Victoria Federica.

Acabo de ver la imagen de una nieta del rey emérito con unos vaqueros largos que parecían diseñados, y seguramente tuneados, para exhibir la pierna al completo salvo una tira de tejido a mitad de muslo. Probablemente han costado una fortuna y no precisamente por su eficacia en proteger de la inclemencia climática, sino porque aseguran a su portadora ser el centro de atención y exhibirse estilosa y envidiable allá donde vaya. Y es que la vestimenta, esa segunda piel de quita y pon que, después de tantos siglos de perfeccionamiento y hasta refinamiento, ahora es para muchos vehículo de exhibición, un medio de llamar la atención. Irremediablemente recordé mis primeros vaqueros.

En el Valle de Laciana no nos distinguíamos precisamente por nuestro atildamiento en el vestir. Alguno había con más posibles que quizá les permitían ser algo más elegantes como Raúl el de El Barato o Román el de la zapatería, que no parecían del pueblo por cómo vestían. Los demás éramos de vestimenta anodina y poco llamativa, sin colores estridentes ya que las madres preferían los tonos oscuros, “más sufridos” decían, más compatibles con el uso diario y casi único de la misma ropa durante semanas, solo interrumpida brevemente por el domingo o por el cambio estacional cuando llegaba el invierno o el verano. Jerséis de lana tejidos en casa y pantalones que las propias madres confeccionaban o encargaban a una costurera amiga. Además de la ropa de los domingos, así considerada solamente porque era más nueva, solíamos tener al uso un solo pantalón y un par de jerséis, de forma que cada uno teníamos nuestro uniforme habitual por el que se nos podía reconocer desde lejos sin riesgo a equivocarse.

Pero algo comenzó a cambiar al final de la década de los cincuenta del siglo pasado y que alteraría casi todo, incluso nuestro anodino modo de vestir. Empezamos a oír hablar de una moda en el vestir, de los pantalones vaqueros. Hasta entonces la mayor prueba de profesionalidad de modistas y sastres era que no se notasen las puntadas de las prendas que confeccionaban y, de repente, llegaron los pantalones vaqueros haciendo ostentación de sus costuras. Más que ostentación, las costuras eran consecuencia de su rudimentaria elaboración, originariamente como prendas de trabajo para granjeros y mineros donde primaba la resistencia y durabilidad, con costuras recias rematadas en su terminación por remaches metálicos, hasta el punto que la publicidad y etiquetas de los Levi Strauss mostraban cómo dos caballos tiraban en sentido opuesto de un pantalón sin conseguir romperlo. Entonces los pantalones vaqueros debían ser de importación y no recuerdo que abundaran en Villablino aunque si recuerdo especialmente a Pepín Vaquero que los llevaba habitualmente.

Que el tejido original de algodón azul jaspeado de blanco no fuera fácil de obtener, no fue óbice para que los avispados fabricantes hispanos pusieran en el mercado algún sucedáneo con el que colmar las apetencias de los primeros tontos afectados por la moda. En vez de la recia y azulada de los blue jeans, mis primeros vaqueros fueron de tela negra muy fina que bien podrían haberse hecho con tela excedente de la confección de vestidos de señora mayor o delantales, de ese tejido que cuando se desgasta es muy propenso a romperse en forma de siete al más mínimo enganchón y con unas costuras blancas que resaltaban más que tiza en pizarra de escuela. Por si acaso no quedaba claro que aquel engendro de tela negra eran unos vaqueros, tenían un par de remaches en los bolsillos que no eran los de cobre genuinos sino los típicos y reconocibles de los cinturones y tirantes de cuero. No quitaban el frío y las perneras eran tan anchas como los pantalones ordinarios, de forma que al caminar la tela ondeaba al viento y pasé de bolsos amplios donde cabían peonzas, canicas, cromos y todo tipo de achiperres a unos bolsillos donde a duras penas entraban las manos, pero yo fui uno de los tontos felices porque tenía unos vaqueros que ponerme. Hasta que los reiterados sietes en las rodillas y en la culera hicieron imposible su disimulo a pesar de los concienzudos repasos a que los sometía mi madre.

No recuerdo haber tenido vergüenza por mis luctuosos pantalones vaqueros, pero hoy me cruje el intelecto al intentar recordarme con un jersey de lana gruesa con tiras verticales de aquellos ochos tan barrocos que nuestras madres dibujaban alternando sabiamente puntos del derecho y del revés, holgados vaqueros negros con llamativas costuras blancas y calzado con cualquier cosa. Nadie medianamente avisado habría intentado compararme por mi indumentaria con Beau Brummell, un dandy inglés cuya obsesión por la elegancia le llevó a la indigencia según conocimos en el cine por aquella época, sino más bien considerarme un pringadillo o, directamente, un hortera, términos aún no acuñados entonces. Hagan un esfuerzo e imagínenlo.

Era la época en que la ropa podía ser humilde y poco agraciada, pero siempre debía llevarse sin rotos ni descosidos. Jamás una madre de entonces habría dejado a su hija salir con un roto y menos alardeando de ello como Victoria Federica, a la que el pie de foto califica de muy moderna y súper molona. No cabe duda que el mundo ha cambiado muy deprisa y no sé si para mejor si exhibirse con rotos en los pantalones se considera signo de distinción. Cuántos zurcidos se habrían ahorrado nuestras madres si los rotos que casi surgían espontáneamente en nuestros pantalones se hubieran considerado modernos y molones.

Tras muchos años vistiendo ropa casi tan oscura como mis primeros vaqueros, he sido capaz de ponerme ropa de tonos más alegres llegando incluso a atreverme con un niqui color pistacho. Y aún más. Los últimos pantalones cortos con los que me he sentido a gusto son unos Springfield que me regalaron mis hijos allá por 1998. Luego a las tiendas empezaron a llegar pantalones de bolsillos por todas partes, con diseños y tejidos novedosos con los que me veía extraño. Total, que estoy alargando tanto la vida de mis Springfield que lucen casi como los de Victoria Federica, con gran vergüenza de mi familia aunque solo me los ponga durante el verano, lejos de la gente que me conoce. Y no sé qué imagen es más deplorable, si la actual con los rotos y desflecados Springfield o la de mis apócrifos pantalones vaqueros combinados con los jerséis de lana de entonces. Una cosa está clara, nunca supe acompasarme a las modas y jamás se me podrá considerar un influencer, aunque últimamente mi look se aproxime al súper moderno y molón de Victoria Federica. Algo no va bien si la realeza abandona sus oropeles y yo convivo con mis rotos. A la vejez, viruelas.

Imágenes tomadas de: guioteca.com, glamour.es/Getty Images

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

Los zapatos prodigiosos (ahora que todo es plástico)

Plástico.

Si vives en un pueblo, aunque sea grande y pujante como era Villablino, ir de compras a Ponferrada era una experiencia excitante, pero peligrosa si eras un poco palurdo. Cuando aún casi no habíamos oído hablar del plástico y el calzado era basicamente de cuero, recuerdo que el dependiente de una zapatería me mostró una especie de mocasines de cuero de becerro, tan peculiares que de la suela sobresalían un par de milímetros unos tacos circulares de un material desconocido para mí. El dependiente me explicó que entre la suela exterior y la interior había una lámina de nylon con tacos redondos, que era con los que se pisaba en el suelo y que aportaban un buen agarre y durabilidad. Para qué quería yo oír más. Cuando los probé y me sentí cómodo, dije que me los envolviera pensando ya en cómo aquellos mocasines con unos mini tacos parecidos a los de las botas de fútbol me harían sentir diferente entre los amigos.

Cuando se los enseñé todo ufano al zapatero Rouco, que había puesto muchas medias suelas de cuero a los zapatos de toda la familia, dijo que eran muy bonitos mientras esbozaba una enigmática sonrisa. Efectivamente eran muy ligeros y cómodos y con las primeras nieves me permitieron destacar como el patinador más rápido sobre los resbalitos que hacíamos en la nieve recién caída y ya helada. Cuando la nieve se convirtió en un bochinche de nieve y agua, mis zapatos, cumbre tecnológica zapateril, se convirtieron en barcas de tanta agua como traspasaba la suela a través de los orificios de los tacos. Al llegar a casa los puse a secar al lado de la estufa de carbón, convencido de que seguramente el vendedor olvidó advertirme que eran zapatos de secano. Un completo desastre en una época en que solo teníamos un par de zapatos. Cuando supuse que ya habrían secado me acerqué a la estufa con aprehensión y encontré dos cosas retorcidas y acartonadas, orladas de las manchas blancas que deja la humedad en el cuero, y no pude por menos que recordar la sonrisa de Rouco que seguramente fue más condescendiente que enigmática. Nunca más me senté en un corrillo de amigos mostrando, como sin querer, las suelas de aquellos zapatos vanguardistas que parecían anunciar que Rouco el zapatero tendría que sustituir el cuero de vaca por el plástico. Juré que en adelante sería más precavido con mi debilidad hacía las vanguardias tecnológicas, pero vez tras vez he sucumbido a la tentación con resultados tan desastrosos como los de estos zapatos innovadores a los que yo fiaba mi prestigio entre los amigos.

Yo, que voy para muy viejo, viví cuando aún no había plástico. Casi todo se construía con materiales tradicionales como madera, piedra, barro, cuero, esparto, mimbres, algodón, hojalata, hierro, vidrio y cosas parecidas que proporcionaba la naturaleza sin intervención de la química o la física cuántica. Tímidamente, en aquellos teléfonos negros de disco, empezó a usarse un material sintético, moldeable pero rígido y muy frágil, que se llamaba bakelita. De repente, en 1957, los satélites rusos Sputnik comenzaron a orbitar la Tierra, los americanos llegaron a la Luna y empezamos a oír hablar del silicio y de un sin número de materiales sintéticos que lo cambiarían todo. Como el plástico, que valía para casi todo y culpable en parte de mi desastrosa experiencia zapateril.

Menos de sesenta años después de aquellos minúsculos tacos de naylon de mis zapatos, todo el planeta está inundado de plástico. Muchas aves y especies marinas mueren al ingerir deshechos plásticos y mecido por las ondas del Pacífico hay un continente de plástico cuyos bordes, si no deja de crecer, llegarán pronto a las playas de California. Y ahora dicen que nos estamos bebiendo el plástico en forma de micro partículas en las más finas aguas de mesa, de manera que el plástico con el que lo hemos enmerdado todo comienza a colonizarnos por dentro. Lo más parecido a morir de éxito. El éxito del plástico. El mismo éxito del que mea más alto, aunque sea a costa de ensuciarse con su propia orina.

Si te compras un coche de cincuenta mil euros que conduce solo y donde todo es lujo y tecnología, lo primero que llama la atención entre tanto aparato sofisticado es alguna pequeña incrustación de un material precioso en el salpicadero o en los asideros de las puertas, que seguramente estarán forrados de cuero como signo de distinción. Son incrustaciones minúsculas, como las joyas, finamente pulidas y recubiertas de un barniz que parece ámbar y que realzan la sensación de exclusividad del vehículo. Es madera. Madera y cuero, el mismo cuero que Rouco el zapatero empleaba en sus reparaciones, símbolos de sofisticación. Pero ahora a precio de oro.

Imagen tomada de: cronista.com

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

Una ventana en la memoria (viejas neuronas de juventud)

Villablino, plaza del. Ayuntamiento. Por la izquierda: Tino, José Luis, Manuel Lema Pose, Santiago, Manso y Armando López Suárez.

Villablino, plaza del. Ayuntamiento. Por la izquierda: Tino, José Luis, Manuel Lema Pose, Santiago, Manso y Armando López Suárez.

Tras seis años exprimiendo una memoria ya exhausta y con miedo a repetirme, este blog había entrado en una etapa casi vegetativa con escasa publicación que, además, yo percibía cada vez menos original, menos intensa. Seguía habiendo visitas pero sin que yo tuviera constancia de si eran lectores ocasionales o visitantes con la intención expresa de buscar los contenidos del blog. De repente, en Marzo y Abril de 2019, he visto una actividad inusitada de lectores que recorrían de forma compulsiva una entrada tras otra los post de Villablino y de Omaña. Este autor del blog no cabía en sí de satisfacción, claro.

Durante la Semana Santa, la actividad lectora se incrementó aún más e incluso los visitantes empezaron a interactuar con sus comentarios, el summum. Primero fue Lucas Losada González, de Cuevas del Sil y condiscípulo mío en segundo de bachillerato en la Academia Carrasconte de Villablino, sorprendido de que le citase en Buscando a doña Urraca. Faltaba más Lucas, destacabas mucho sobre los demás. Luego fue Manuel Lema Pose que había estado recientemente en Villablino y me aclaró en un comentario los nombres del pie de foto de los alumnos de cuarto de bachillerato. Gracias Manolo. Estaba claro que eran mis contemporáneos.

Ayer, mientras estaba atento al debate de los candidatos a presidir España, me llegó un correo de Manuel Tercero, un nombre que no me decía nada. Abrí la primera foto anexa, con ese precioso tono sepia de las instantáneas antiguas, y quedé en shock, ajeno a las mentiras de nuestros próceres en televisión. Fue como abrir una ventana al pasado, al Villablino de alrededor de mil novecientos sesenta. Era el pasado que me interpelaba. Parece una cursilada, pero así fue.

Allí estaban Armando, Pose, Santiago el de La Moderna, Manso a los que conocí y reconocí de inmediato y también Tino y José Luis que me eran muy familiares aunque no recordaba ni su nombre ni mi relación con ellos. Seguramente Piti el fotógrafo pasó por allí y, como tantas veces, al grupo de reunidos le pareció oportuno hacerse una foto sin motivo alguno especial, solo por el placer que proporcionaba la espera para ver cómo de bien habían quedado en la foto, que pagarían a escote cuando Piti la hubiera revelado. Había que aprovechar que estaban vestidos de domingo y que no había mucho más que hacer, un día lluvioso de invierno, quizá reunidos allí sin más objetivo común que resguardarse de la lluvia o intentar adivinar de qué iba la película a partir de unos pocos fotogramas que se exponían protegidos por una tela metálica de gallinero, entre la tienda de periódicos de Baquero y la frutería de la madre de mi amigo Tinito. ¿Cuántas veces habría hecho yo lo mismo? Lo mismo era pedir a Piti que nos tirara una foto porque sí o preguntarse ante la cartelera si la película merecería la pena o ponerme a cubierto en aquellos tediosos y lluviosos días de invierno. Fue como verme a mí mismo en aquel mismo sitio sesenta años atrás, con vestimenta similar, peinado parecido e igual de desocupado que ellos. Vamos, como si me hubiera subido a la máquina del tiempo. En la imagen todos miran a cámara salvo Armando que parece ignorar al fotógrafo, pero no es casual. En todas las fotos suyas de la época que conozco adopta la misma posición ladeada para ofrecer su perfil más favorecedor. No en vano era el Danny Zuko del pueblo, el mejor tupé de la comarca y jefe de la cuadrilla T-Birds de Villablino. Si la historia de Grease hubiera transcurrido en Villablino, Armando le habría birlado la chica al mismísimo Travolta.

Alumnos de cuarto curso de la Academia Carrasconte de Villablino delante del atrio de la iglesia de Villarino del Sil. Acompañaban a don Urbano para cantar la misa solemne del día de la fiesta. De pie por la izquierda: Luisa Ribera López, Emilia, Constantino, Manuel Lema Pose asomando la cabeza, don Urbano, ¿Mercedes? y Felipe Fernández Magadán. Delante del cura Javier Martínez Cuadrado. Agachados: Ángel García González y Tomás.

Alumnos de cuarto curso de la Academia Carrasconte de Villablino delante del atrio de la iglesia de Villarino del Sil.
Acompañaban a don Urbano para cantar la misa solemne del día de la fiesta.
De pie por la izquierda: Luisa Ribera López, Emilia, Constantino, Manuel Lema Pose asomando la cabeza, don Urbano, ¿Mercedes? y Felipe Fernández Magadán. Delante del cura Javier Martínez Cuadrado. Agachados: Ángel García González y Tomás.

La foto siguiente también me sacudió interiormente. Allí estaba la cara más que risueña del cura don Urbano, que tantas veces nos habló en la Academia Carrasconte de las fabulosas historias de la Biblia (ver Mane, Tecel, Fares), con un tono muy alejado del amenazante de don Gildo (ver Don Gildo y don Veribaldo), el interventor de nuestras almas que veía en cada uno de nosotros un firme candidato al Infierno. Sus sempiternas gafas oscuras, casi de ciego, no consiguen anular su aura optimista y de buena persona. Espero que me haya perdonado el calentón que le dimos a su moto (ver La Guzzi de don Urbano) en el campo de fútbol de Sierra Pambley intentando emular a Luisma el de la gasolinera. Si algún día me lo reprochara, diría en mi descargo que su hermano Mauro no nos lo puso nada difícil, más bien al contrario. Seguramente en la Guzzi se desplazaba a Villarino del Sil (creo que antes era del Escobio), escenario de la foto con el fondo del angosto valle del Sil tras haberse engullido las aguas del río de Los Bayos y Caboalles. Todas las caras me resultan familiares y reconocibles como los del curso siguiente, con un trato distante como correspondía al estatus que un año más aportaba. Algún percance académico de Felipe hizo que coincidiéramos en algún curso posterior. Con quien más me relacioné fue con Javier Martínez Cuadrado, el bailarín más estrambótico de nuestros guateques (ver Coplillas de ciego), sobre todo cuando los dos fuimos los únicos de la Academia Carrasconte en hacer Preuniversitario en León. Algunas tardes venía a estudiar conmigo a mi casa de Ramiro Valbuena. Luego le perdí la pista.

1959 Villablino, campo de fútbol de Sierra Pambley. Tradicional partido entre el Instituto Laboral y la Academia Carrasconte el día de Santo Tomás de Aquino.
Equipo de la Academia. De pie por la izquierda: Conrado, Manolo “El Babiano”, Julio Martínez Pestaña, Manuel Lema Pose,  Ángel Valencia López y Alfredo González Chimeno.  Agachados: Tino, Quique Fdez Llanos, Armando López Suárez, Agustín Cosmen de Lama y ¿?.

El escenario de la última foto que Manuel Tercero sitúa en 1959 es el campo de fútbol de Sierra Pambley, el único que conozco con dos pendientes. Una transversal cayendo hacia el valle del Sil y otra longitudinal que descendía en dirección a Rioscuro, lo que seguramente hacía muy difícil discernir cuál de las dos porterías era más ventajosa. Pero con todo podía la juventud de aquellos futbolistas y la rivalidad entre el Instituto Laboral y la Academia Carrasconte que alcanzaba su clímax cada festividad de Santo Tomás de Aquino. De la Academia son los aguerridos futbolistas de la foto, que pone en evidencia que el material deportivo era escaso pues no había camisetas para todos, los calzones se los había traído cada cual de su casa y Manolo, “El Babiano”, tuvo que oficiar de portero con su pantalón de pana de diario y jersey de lana. Unos con botas de fútbol, otros con zapatos normales y hasta con deportivas. Un revoltijo de futbolistas de varios cursos. De mi curso eran Conrado, Manolo, Armando con los que conviví largas horas en clase y Agustín que, además, era amigo de los de a todas horas. Con los de los otros cursos compartí aula forzosamente pues era usual que en la misma hubiera un curso con un profesor dando clase y vigilando al otro curso mientras estudiaba. Eran situaciones en las que la última fila del curso que daba clase era fronteriza con la primera del otro curso y propiciaba la confraternización entre distintos y a veces la aparición de conflictos. Recuerdo haber coincidido en ocasiones con Chimeno que me enseñaba orgulloso su reloj Bulova y algunas veces compartí con él largos castigos arrodillados en el pasillo central, casi en penumbra, de la planta alta, para purgar alguna indisciplina colectiva. Con nuestros culos jóvenes aposentados en las duras piedras de la tapia, esperábamos impacientes a que el fotógrafo disparase la foto, pero debía tener alguna dificultad con el encuadre porque Armando, que está encajado entre dos compañeros que le dificultan ponerse de perfil como en todas sus fotos, no para de forzar el cuello intentando salir por su lado bueno. El duro Danny Zuko no baja la guardia nunca.

Manuel Tercero resultó ser Manuel Lema Pose y sus tres magníficas fotos un formidable motivo para recordar cosas que aparentemente había olvidado, pero que alguna vieja neurona mantenía latentes a la espera del estímulo adecuado. Gracias Manuel por tus fotos, que resumen muy bien cómo éramos.

Imágenes gentileza de Manuel Lema Pose.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

Ipe, emprendedor y pícaro (entre tontos andaba el juego)

Ipe (Felipe) de Llamas de Laciana, en 1960.

Ipe (Felipe) de Llamas de Laciana, en 1960.

Apoyado en la lavadora que volteaba mansamente la colada mientras vigilaba distraído un recipiente que burbujeaba sobre la vitrocerámica, reparé en lo poco que se parecen las cocinas de hoy a aquellas en las que vi a mi madre afanarse durante muchos años, desde primera hora de la mañana hasta casi la hora de irse a la cama. En la de Villablino el frente lo ocupaba la cocina de carbón a la que seguían en el costado izquierdo el fregadero y la pila de lavar. En aquel ángulo se desarrollaba el ciclo incesante de preparar lo que se iba a cocinar, los guisos interminables que había que vigilar y la limpieza de los cacharros empleados. Inmediatamente recordé a Ipe. Ni un solo electrodoméstico había en la cocina de mi madre. La pila de lavar color gris cemento, jaspeado de piedrecitas blancas, hoy tendría la clasificación energética A+++ pues funcionaba a fuerza de riñones y brazos. Tenía una rampa ondulada donde mi madre frotaba la ropa y la golpeaba hasta convencer a la suciedad que mejor era irse por el desagüe y una cavidad donde se aclaraba la ropa para luego escurrir el agua, retorciéndola con un esfuerzo ímprobo. Nunca vi a una lavandera echar un pulso, pero seguro que no habrían quedado en mal lugar desafiando a aquellos forzudos tan proclives a alardear de su fuerza. A pesar de aquel esfuerzo por llevarnos limpios que aún se desarrollaba en aquellas cocinas, seguro que muchas agradecieron el paso adelante que supuso tener agua corriente en casa, que les evitaba tener que hacer lo mismo en el río, pero arrodilladas y a la intemperie. En la cocina de leña, de carbón en Villablino, se acumulaba el conocimiento de millón y medio de años desde que el hombre conoció el fuego y comenzó a ablandar carnes y verduras sobre brasas protegidas entre dos piedras. En el fondo todo seguía siendo muy parecido: leña o carbón que había que encender cada poco, sobre cuyas llamas se ponían sartenes y pucheros que terminaban completamente tiznados. Podrían haberse dejado así de negros para volver a utilizarlos, pero la cultura de limpieza imperante exigía que los culos de sartenes y peroles quedaran impecables, para lo que se usaba arena muy fina impregnada en el estropajo de esparto y frota que te frota hasta que su efecto abrasivo eliminaba el hollín. La arena se obtenía de yacimientos de arenisca y en Villablino era Ipe el que la traía a las casas. De vez en cuando llamaba a nuestra puerta con su saco de arena al hombro, anunciaba su mercancía de forma ininteligible y volcaba una lata de arena en nuestro recipiente por la que había que darle una peseta. En la calle me enteré que lo que Ipe mascullaba a la puerta de casa era «arena, una peseta«. No hay pueblo que se precie sin su tonto y Villablino no iba a ser menos. Los normales, los listos, habíamos decidido que nuestro tonto fuera Ipe y bastaba que lo viésemos aparecer por una esquina para que alguno de nosotros soltara su retahíla comercial «ena, una eta«, mientras los demás cruzábamos miradas de burla o disimulados codazos cómplices. Nuestro cerebro no daba para más. Era una persona de nuestra comunidad a la que habíamos asignado el sello de lo imperfecto, lo inútil, lo prescindible, lo ignorable. De hecho solo recuerdo de él sus esporádicas apariciones en la puerta de casa ofreciendo su mercancía o habérmelo cruzado alguna vez en el puente del ferrocarril sobre el Sil que transitaban los de Llamas y los Rabanales o la insistente retahíla que alguno de nosotros repetíamos maliciosamente cada vez que le veíamos. Así como recuerdo perfectamente después de cincuenta años tantas y tantas caras de gente «normal» de por allí, los rasgos físicos de Ipe se me superponen a los de Mariano «Pililón«, el correspondiente tonto de Roa de Duero donde me inicié en el menosprecio cómplice hacia los «menos normales«. Afortunadamente no todos eran tan imbéciles. Otros trataron a lpe con el cariño y consideración que toda persona merece y que se suele producir a través del conocimiento. Recuerdo comentarios cariñosos de Pepe Sabugo sobre el Ipe que él conoció muy de cerca, que creo es justo reproducir en lo esencial:

«Era de Llamas y su estado físico era a consecuencia de una meningitis que había tenido cuando era niño … fue pionero en Laciana en ganarse la vida como comerciante, sin pagar derechos ni franquicias, ni alquiler de local, ni licencia de apertura de negocio, etc etc, libre de pagar impuestos, vendiendo arena que recogía en la montaña de el Cornón en verano ….. Hacía una parada de su trabajosa caminata en Rioscuro, que aprovechaba para mezclar la arena del saco con otra similar pero de menor calidad ….. Con el saco lleno esperaba en la carretera a que algún camionero le acercara hasta Villablino pagándose el viaje con un vino …. Recorría los pueblos de Laciana y las cabeceras del Bierzo donde su recorrido en tren era gratuito. Con su almacén a cuestas (el saco de arena) la medida que hacía las veces de balanza era una lata de sardinas que vendía a una peseta (UNA ETA). También aprovechaba sus viajes vendiendo escobas de monte y codoxos hechos por él, para barrer las cuadras de los animales y en época de la cosecha y maja usados para barrer en las eras los granos de centeno o trigo, a un precio de 5 pesetas (UN URO ). En la época de siembra vendía las varas de avellano para los fréjoles de los huertos por decenas, atados con las mimbres verdes de hacer cestos ….. Su meningitis le impedía hablar bien, fumaba en pipa y se ganaba bien la vida, con propiedades en Llamas de Laciana …… En el transcurso de los años te das cuenta que era libre, que nadie mandaba en él, era un pícaro, sin poner un duro en sus empresas, sin costes de almacenaje, con productos sin fecha de caducidad, sin coste de la materia prima, que después vendía, sus ingresos eran netos …..  En ocasiones en su caminar por los pueblos del valle y cabecera del Bierzo, incrementaba sus ingresos, donde le ofrecían un plato de caldo, haciendo algún favor a alguna desconsolada que, cuando le preguntaba ¿ Felipe quieres….? él respondía IPE TERO«.  

«En los inviernos siempre fríos en nuestro valle, Ipe (Felipe) dormía en la estación de Villablino, como sabes a tiro de piedra de Llamas, en un cuarto con calefacción que le proporcionaba el Jefe de la estación, el sr. Evaristo …… este relato se lo debo a mi abuelo que era jefe de la brigada del arreglo de las vías del tren con el que viajaba cuando yo salía del instituto en aquel tren obrero que se llamaba el JAIMITO que solamente llegaba hasta Palacios del Sil. El abuelo era compañero y amigo del sr. Evaristo …..  en alguna ocasión en esos fríos de invierno yo esperaba la llegada del tren en el cuarto de IPE, de ahí el saber con todo lujo de detalles …. Podría ampliar, los secretos que IPE le contaba en esas noches de invierno a Evaristo que a su vez se lo decía a mi abuelo en mi presencia, esperando aquel tren Jaimito para ir a Rabanal de Abajo, pensando ellos que yo no entendía sus charlas o comentarios …. «

Es fácil concluir a partir de estos comentarios que Ipe de tonto no tenía un pelo, que era emprendedor, pícaro al más puro estilo de la tradición picaresca, hasta un poco don Juan y con la astucia suficiente como para estar al tanto de los trapicheos y debilidades de sus convecinos que luego contaba al jefe de estación. No sería excesivo afirmar que Ipe era más importante para mucha amas de casa de por allí que muchos de los que nos considerábamos listos, no solo por su arena que hacía relucir el culo de sus sartenes como soles, sino también por el cariño que les daba. Está claro que en Villablino había más de un tonto y que, según el dicho muy habitual por allí, en nuestra casa no lo sabían. ¿Por qué es necesario hacerse viejo para comprender que este comportamiento con Ipe era homófobo y estúpido? De haber conocido su opinión sobre la gente normal que nos burlábamos de él, imitando su dificultad para hablar, estoy seguro que no quedaríamos muy bien parados. Felipe, sirvan estos recuerdos tardíos y confusos, verás que muchos son prestados, como disculpa. Hoy lo hubieras tenido algo más difícil con tanta vitrocerámica y sartén anti adherente, pero a tu pillería e iniciativa seguro que algo se les habría ocurrido.

Agradecimientos: a Pepe Sabugo por sus comentarios esclarecedores.
Imagen tomada de: Laciana, un otoño de Julio Álvarez Rubio

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

Dulce compañía (¿coartada para descerebrados?)

AngelGuarda512

En varias ocasiones he descrito cómo el riesgo estaba presente en muchos ratos de ocio como cuando, con mi amigo Juanjo «el Polisia«, nos tirábamos en marcha del tren minero en la recta de Rabanal tal como veíamos en el cine, o cuando me enganchaba temerariamente en la caja de los camiones que pasaban por mi lado subiendo en bicicleta por la cuesta de la estación de Villablino. O cuando emulábamos a los cohetes de la Nasa lanzando hacia el cielo un bote de hojalata al arrimar una llama al gas que se desprendía por la reacción del agua con el carburo, que habíamos robado en los talleres del Instituto Laboral, con grave riesgo para el artillero y los mirones. O cuando en grupo lanzábamos contra un árbol las navajas, que salían rebotadas o pasaban de largo hacía donde alguno de nosotros recogía la suya, que no se había clavado en la madera. La lista de prácticas de riesgo sería inacabable. A veces he pensado que la insensatez con que nos comportábamos pudiera tener algo que ver con el componente fantástico que impregnaba las clases de Religión impartidas por don Urbano en la Academia Carrasconte o los sermones de don Gildo que incorporaron a nuestro acervo conceptos sobrenaturales y promovieron entes como el Ángel de la Guarda. Se nos decía que cada uno teníamos asignado un ser alado y superior cuyo cometido, encomendado por el propio Dios, era velar por su protegido incluso aunque estuviera en pecado. Era una especie de guardaespaldas celestial que cuidaba de su “angelito” humano siguiéndole a todas partes. El concepto está bien representado en el grabado de cabecera, donde un ángel vela por unos niños que cruzan un puente inseguro sobre un cauce caudaloso. El Ángel de la Guarda nos hablaba, nos aconsejaba, nos ayudaba a superar las tentaciones y nos seguía allá donde fuéramos, pero no estaba autorizado a forzar nuestra voluntad. Aseguraban que nosotros podíamos y debíamos hablarle, que él nos escucharía. Por eso nos encomendábamos todos los días a él al acostarnos “Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. No me dejes solo que me perdería”. A juzgar por lo que he contado al principio, el ángel conmigo hacía su trabajo muy bien y solo debía descansar cuando yo cerraba el ojo después de rezar la plegaria con la que le conminaba a seguir pendiente de mis actos. No me explico cómo podía seguirme a todos los sitios donde yo iba, si a veces ni yo mismo sabía dónde estaba. Como cuando exploramos a la luz insegura de una vela, las bodegas abandonadas que había debajo de nuestra casa de Roa de Duero, donde alguno de nosotros pudimos morir ahogados en los numerosos hoyos malolientes de hollejos de uva que había allí o respirando monóxido de carbono. O como cuando nos dedicábamos a explorar a oscuras los extensos muros palomeros que sostenían el tejado del edificio construido en el campo municipal de Villablino donde junto a mi inseparable Juanjo «el Polisia» viví uno de los momentos más angustiosos de mi vida, pudiendo habernos quedado allí adentro para siempre, agotados de tantas vueltas como dimos. Buena falta nos hacía el amparo del ángel con lo insensatos que éramos. Aunque si te lo creías a pies juntillas tenía el inconveniente de que podías comportarte más insensatamente aún de lo que propiciaba tu natural condición asilvestrada. Semana tras semana, tanto en clase de Religión como en la Iglesia, oíamos hablar de prodigios y milagros con muertos resucitados, enfermos incurables sanados y panes que se convertían en peces, bajo una fuerte presión moral y sicológica del cura de turno para que te lo creyeras a pies juntillas. Recuerdo cómo nos contaban una de las tentaciones de Cristo en que el Diablo le condujo al pináculo del Templo y le decía algo así “Si eres Hijo de Dios, lánzate desde aquí al suelo, porque Él enviará a sus ángeles que te sostendrán, para que no tropieces con tu pie en las piedras”. Si estabas un poco pirado y no eras capaz de distinguir entre el plano evangélico y la vida ordinaria, podía ocurrir que te desengancharas de la caja del camión más tarde de lo prudente, pensando que no te iba a pasar nada con la ayuda del Ángel de la Guarda. Después de varias experiencias exitosas, te podías convertir primero en un temerario y después en un cadáver o un lisiado. Visto desde esta perspectiva, aún podíamos pasar por juiciosos. Pasado un tiempo, las imprudencias amainaron, dejé de rezar a mi ángel protector y no sé qué habrá sido de él. No sé si ha sido abolido por Woijtila al mismo tiempo que el Purgatorio, o si, habiendo sido abolido, ha vuelto a ser restituido en sus funciones tal como hizo el papa Ratzinguer con el Infierno, donde tiene a Pedro Botero atizando de nuevo las calderas. Es difícil seguir el vaivén de cambios propuestos por estos últimos papas, tan fundamentalistas por un lado y tan proclives por otro a hacer más atractiva a la parroquia los intríngulis del dogma y las entelequias celestiales. Se les ha debido pasar por alto la potencialidad de un símbolo como el Ángel de la Guarda y bien harían promocionándole con algún cómic que le hiciera tan popular como Superman o Batman, héroes de doble vida, que no pueden rivalizar con el ángel custodio ni en bondad ni en ubicuidad. El ángel tiene alas de verdad y no necesita disfrazarse para actuar. Está siempre dispuesto. Le escribiré una carta a Ratzinguer, aclarándole que fui monaguillo para que me considere como colega y no me de la callada por respuesta, para que me aclare si mi ángel aún está en activo. No sé si era verdad lo del ángel, pero era bonito.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Imagen tomada de: es.forwallpaper.com

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

Venenos cotidianos (polvo de carcoma)

Calber512

Hace tanto que nacieron mis hijos, que solo me pongo al día en las nuevas tendencias en partos y cuidados de los bebés cuando nace algún miembro de la generación de mis nietos. A Jorge, el hijo de una sobrina, le han tenido todo un día sin comer hasta que su madre pudo darle el pecho y sin lavarlo, pues dicen los entendidos que los bebés están más protegidos en las primeras horas bien embadurnados con los fluidos uterinos. No importa a estos expertos que Jorge apareciera en las fotos como si hubiera tenido un accidente. Pero lo que me ha dejado impactado no ha sido la foto desaliñada de Jorge, sino el comentario de su madre afirmando que ya no se usan los polvos de talco en la higiene de los pequeños porque puede ser cancerígeno. Los polvos higiénicos Calber usados entonces, eran el paradigma de lo suave y lo confortable y estuvieron presentes en mi higiene y en la de mis hermanos cuando recién nacidos. Era el único bálsamo que conocieron nuestros culitos imberbes, enrojecidos de tanta caca y pis que no alcanzaban a empapar los pañales de gasa reutilizables con que nos vestían. Los polvos Calber no solo suavizaban nuestros culos, sino cualquier superficie. Era frecuente que cuando el mal tiempo nos impedía salir a la calle, extendiéramos polvos talco por los baldosines del pasillo que se convertían en una pista de patinaje, como los «resbalitos» de hielo que hacíamos en las calles de Villablino a la primera nevada. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que algo tan aparentemente inocente fuera cancerígeno. Al comentárselo a mi madre, recuerda que oyó decir que también se usaba para este menester suavizante el polvo de madera que dejaba la carcoma al devorar vigas y muebles. Cuesta imaginar cómo podían obtener la cantidad necesaria de este subproducto de la dieta de las carcomas para tener seco el culo incansable de un bebé. El asunto de los polvos me ha hecho recordar con cuantas sustancias convivíamos en mi época, que ahora la ciencia y los irreductibles ecologistas catalogan como dañinos, o directamente como venenos, y que lo hacíamos de forma totalmente despreocupada. Además de la jeringuilla reutilizable, el termómetro ocupaba un lugar principal en el equipamiento sanitario de la casa y era tratado con el mayor cuidado, pero tantas manos y gripes conseguían que alguno se rompiera dejando el suelo lleno de cristales y bolitas de mercurio brillantes. Yo estaba pendiente de estos incidentes y me ponía a rebuscar las minúsculas esferas de mercurio, que se desparramaban por todos los rincones, para guardarlas en un envase de cristal con tapón de goma de los de la penicilina. Termómetro a termómetro, llegué a mediar el frasco de lo que parecía ser un líquido plateado muy pesado. Me atraían aquellas gotas de líquido que no mojaba, que se devoraban unas a otras cuando entraban en contacto, como fagocitándose, y que rodaban en cualquier superficie como pelotas ligeramente aplastadas. Cuando una gota golpeaba con un objeto, se dividía en innumerables esferas de menor tamaño que se volvían a refundir en una sola al ponerlas en contacto, maniobra que yo realizaba incansablemente asombrado por aquel comportamiento. Entretanto, me escarbaba las narices y comía la merienda con las mismas manos que manipulaban el mercurio. Y, si era necesario, me metía un dedo en la boca para liberar una muela de un pegotillo adherido de pan con chocolate. Veneno puro en manos de un indocumentado. La primera escopeta de aire comprimido no apareció en casa hasta que yo tuve diecisiete o más años, pero siempre había algún chaval en la vecindad que la tenía y al que, indefectiblemente, le salían infinidad de amigos para disparar por turno. Yo entre ellos. La forma usual de guardar los minúsculos balines de plomo usados en estas escopetas, era metérselos en la boca para no perderlos y tener las manos libres en el momento de disparar cuando te tocaba. Entretanto, los balines estaban bañados en saliva y en continuo recuento con la lengua para saber los que quedaban. Seguramente, todos nos habíamos tragado alguno y a lo largo de la tarde ingeríamos algún decilitro de saliva bien impregnada de plomo. Probablemente no nos pasaba nada por chupar plomo, pues debíamos tener el cuerpo habituado después de años de beber el agua que llegaba a las casas por tuberías de plomo y jugar con soldaditos y otros juguetes del mismo material que también mordíamos y chupeteábamos. El atontamiento que de vez en cuando me afectaba, ¿debiera haberse tomado por síntoma de saturnismo?. Ahora científicos y ecologistas se preocupan por microgramos por millón de plomo que hay en el aire, y yo me lo metía puro cien por cien en la boca como si fuesen caramelos. En aquella época se hacían pocas fotografías y en casa nunca hubo máquina de fotos, pero de vez en cuando caía en mis manos algún negativo sin que pueda recordar de donde provenían. Después de mirar y remirar las imágenes del negativo intentando reconocer a los fotografiados y comprender el por qué de aquella técnica absurda que presentaba en negro lo que en la realidad era blanco y al revés, mi atención se trasladaba al propio material del film cuya flexibilidad me asombraba. En una época aún sin plásticos aquello resultaba llamativo. Después de doblarlo infinidad de veces hasta que terminaba partiéndose, terminaba con el negativo en la boca y salivándolo hasta notar que se ablandaba la emulsión de bromuro de plata, que entonces se podía rascar con las uñas y así el film quedaba totalmente transparente y limpio de todo resto de emulsión y usarlo en lugar del cristal en las chapas de las carreras ciclistas, las más ligeras que tuve. Chupando aquel sucedáneo de chicle, sabor Kodak, ¿cuánto bromuro de plata habré tragado? Como se puede ver he sido un especialista en la mala manipulación de algunos metales y compuestos venenosos, o cuando menos insanos, aunque sin secuelas aparentes. Era la conducta más propia de un químico demente o de un suicida. Podría justificarse en la inconsciencia de los pocos años, pero también al desconocimiento general y la nula prevención que del contacto con ciertas sustancias hacían las autoridades sanitarias. Paso por alto que he tocado con las manos el sulfato para el escarabajo de la patata, repleto de DDT, que me ha goteado las manos y he respirado el del matamoscas Flit, he jugado con bolas de naftalina, he chupado el fósforo de los restralletes para frotármelos en la piel por su efecto fluorescente, etc. En suma, he estado en contacto con todas las sustancias venenosas que he tenido a mano y no he chupado caramelos radiactivos porque no los había. ¿Cómo me ha podido afectar esto? No lo sé, pero lo recuerdo cada vez que oigo hablar de los agentes tóxicos nos rodean hoy día y pienso si estaré vacunado gracias a mi pasado insensato o estaré hecho una ruina por dentro. Sus razones tendrán los médicos que atendieron a Jorge al avisar del potencial maligno de los polvos de talco, pero a mí me parece una minucia. Mirándome esta pierna tonta que tengo, me da por pensar si mi madre me habrá empolvado en exceso la rodilla con los higiénicos Calber. Quizá si, a la antigua usanza, me hubiera puesto polvo de carcoma aún estaría ahora montando en bicicleta. Mecáchis!

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Imagen tomada de: original-poster-barcelona.com

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

Cuatro estrellas (agua domesticada)

Balde de zinc para baño.

Balde de zinc para baño.

Salvo estancias esporádicas en la casa familiar de León capital, hasta que en 1954 llegamos a Villablino todas las casas en que vivió mi familia no tenían grifos. No hacían falta pues el agua o bien llegaba en cántaros de barro acarreados desde la fuente pública en Roa de Duero o en calderos que traíamos del río Omaña cuando veraneábamos en Vegarienza. Era un bien que había que dosificar con cuidado, no porque fuera escaso sino porque había que transportarlo a mano. En las casas se usaba un tanque, que el hojalatero fabricaba colocando un asa a un bote alargado de tomate, para extraer agua en pequeñas dosis de la tinaja de barro o de los calderos y del depósito de agua caliente de la cocina de leña, para cocinar, fregar y lavarse. Lavarse a diario significaba quitarse las legañas por la mañana, ir bien peinados a la escuela y lavarse las manos antes de comer, asuntó este último al que los chavales no éramos demasiado aficionados contribuyendo con ello al ahorro. En Roa el sábado tocaba bañarse, para lo que mi madre calentaba agua en el depósito de la cocina con la que llenaba un balde de zinc por donde pasábamos todos los hermanos, utilizando el mismo agua con algunos añadidos de agua caliente entre niño y niño. Ni que decir tiene que el retrete era bastante rudimentario y su uso hasta peligroso pues uno de nosotros a punto estuvo de morir ahogado de la forma más afrentosa que se pueda imaginar (ver Primeros tiempos en Roa), en los subproductos que se acumulaban debajo de la tabla con agujero que servía de asiento hasta que unos obreros vaciaban el receptáculo cada unos cuantos meses. Partiendo de esta situación la casa de Correos de Villablino, en pleno barrio de Pérez Vega, nos pareció un hotel de cuatro estrellas. Las esquinas eran de mampostería de piedra vista que también enmarcaba puertas y ventanas y el tejado de pizarra bastante pendiente para evacuar la nieve antes de que cayera la nevada siguiente. Tenía tres plantas y las esquinas que daban a la calle principal que bajaba hasta El Cruce estaban achaflanadas. La planta baja estaba dedicada a oficina de Correos y la tercera tenía dos pisos en alquiler, donde vivieron entre otros don José Boves que me dio clases en el Instituto Laboral y Salvador «el Rubio» maestro de pescadores. Antes de nuestra llegada mi padre había negociado con el dueño, don Paulino el primer hombre que vi ataviado con boina y corbata, que uniera los dos pisos de la segunda planta para dar cabida a la ya numerosa familia. Teníamos cuatro habitaciones dedicadas a dormitorios, un cuarto de estar, un comedor, una despensa grande, un cuartito trastero, la cocina, el baño y un recibidor muy grande. Desde las ventanas dominábamos las cuatro fachadas de la casa que daban a cuatro calles diferentes, teniendo en la que daba al bar Cadenas un mástil para izar la bandera en las fiestas señaladas. Eran unas ventanas de madera reseca por el sol, ya sin rastro de barniz y agrietada por la intemperie, con cristales más bien delgados y clavados a los junquillos con puntas sin cabeza que no impedían que traqueteasen bajo el impulso del viento que se colaba por todas partes. A pesar de estas ventanas tan poco aislantes, nunca pasamos frío. A diferencia de Roa donde el calor lo producían la cocina y una estufa que alimentábamos con tizos de leña que tenía que serrar mi padre, en Villablino la carbonera siempre estaba repleta del carbón que nos traía Ferreras en su isocarro (ver Ferreras el transportista). Además de la amplitud de la casa lo que realmente marcaba la diferencia con nuestras viviendas anteriores, era que disponía de grifos de los que hasta salía agua caliente gracias a un calderín de unos cincuenta litros que caldeaba la cocina. Agua a tutiplén sin más que girar el grifo. Aquí ya no había disculpa, el que no andaba limpio no era por economizar agua, simplemente era por ser un guarro redomado. Pudimos prescindir del balde de zinc, en el que ya con diez años había que bañarse encogido, pues en el cuarto de baño había una magnífica bañera en la que se cabía tendido. Siguió instituido el baño obligatorio semanal, aunque siendo tantos no era posible que cada niño dispusiera de una bañera de agua caliente y limpia para él solo, por lo que unos cuantos hermanos usábamos el mismo agua para el baño. Como nuestra vida en la calle no era especialmente cuidadosa con el barro y la tierra, a medida que pasaban hermanos por la bañera la capa blanquecina de roña y jabón que quedaba en la superficie del agua iba en aumento y recuerdo que había que apartarla del cuerpo antes de salir de la bañera. Además de la bañera y el lavabo en el cuarto de baño disfrutamos por primera vez de un váter, un elemento sin el que hoy día nadie sería capaz de vivir y que las últimas generaciones ven natural disponer de él en las casas. Para nosotros después de tanto tiempo jugándonos la vida usando el retrete de Roa o acuclillados en el Salgueral de Vegarienza, era un placer sentarse en la taza del váter. Hasta entonces yo había tenido totalmente separadas la actividad de descomer y la lectura, pero aquello era tan confortable y privado que enseguida convertí el cuarto de baño en salón de lectura y rara vez entraba allí sin un tebeo o algo para leer. Si la lectura era más o menos prohibida o de mayores, aprovechaba la abertura que había en el pie del lavabo por detrás para guardarla de una vez para la siguiente y así tenerla bien a mano a cubierto de olvidos. Se estaba tan a gusto leyendo, que solo era consciente de que había que levantarse cuando ya las piernas estaban dormidas y acalambradas. Y entonces, era muy difícil levantarse. Acorde con tanto dispositivo novedoso comenzamos a usar papel higiénico El Elefante, que hoy no usaría nadie por rasposo, y que para nosotros era un auténtico lujo viniendo de utilizar papel de periódico arrugado o piedras de río. Desde luego se podía considerar que aquella era una vida de lujo comparada con la que tuvimos en la mesetaria Roa de Duero. Y detrás de todo ello estaba algo tan simple como que de los grifos saliera agua que, en vez de ir a buscarla al río o a la fuente pública, había sido domesticada y discurría por conductos de hierro hasta las casas desde la ladera del Muxivén o la fuente de Riospino. Indudablemente la introducción de la penicilina en el siglo veinte fue trascendental, pero creo que para muchos de mi generación la aparición de los inodoros Roca en nuestras vidas no lo fue menos. Los paréntesis veraniegos en Vegarienza siguieron siendo tan rústicos como siempre, hasta qué en el pozo se instaló una bomba sumergible Vibroberta que llevaba el agua hasta la cocina y a dos cuartos de baño que mandó construir el abuelo. Adiós a los palanganeros y jarrones de porcelana que pasaron a ser puramente ornamentales. El sistema se completaba con una fosa séptica que era incapaz de contener tanto volumen de desecho como se producía en aquella casa, con varias familias de las de antes, de ahí que unos cuantos siguiéramos visitando el Salgueral asiduamente. No hace tanto que se produjo el milagro del agua en los grifos que, además, no costaba ni un duro y de hecho en las casas no había contadores. Del baño semanal hemos pasado a la ducha diaria, al desodorante, a las cremas y no sé cuántas cosas más. Ahora que el agua vale casi tanto como la leche y ya se han fijado en el negocio los mismos que han hecho el agosto con las autopistas, la enseñanza privada, los hospitales y tantas otras áreas de servicios esenciales, poco faltará para que tengamos que volver al balde de zinc y al tanque dosificador. Hasta que el fracking lo estropee todo y ni siquiera haya agua para llenar el balde y el agua pura pase de medirse en litros a hacerlo por lingotes.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Imagen tomada de: tallerdebelenismo.forocreacion.com

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

La cuadrilla de los pantanos (malditos atajos)

Entre los árboles, pedrizas de cuarcita.

Entre los árboles, las pedrizas de cuarcita.

Un chiste de albañiles cuenta que todos los días a la hora de la comida uno de ellos tiraba el bocadillo por encima de la barandilla del andamio, mientras decía con cara de disgusto «Puag!, otro bocadillo de tortilla«. Al cabo de varios días observando esta actitud, un compañero le preguntó que cómo sabía que el bocadillo era de tortilla si ni siquiera lo abría, a lo que respondió «No te jode!, porque me lo preparo yo mismo«. Yo estuve como el obrero del chiste llevándome un bocadillo al tajo durante casi dos años, aunque, a diferencia del albañil, yo me comía siempre mi correspondiente bocadillo de tortilla francesa. El premio por aprobar con buenas notas tercero de bachillerato, fue empezar a trabajar como peón de los topógrafos del INI que estaban estudiando qué pantanos hacer en el Alto Sil, el tramo lacianiego del río. Aunque yo tenía ya algunas nociones de Geometría, está claro que me contrataron por mis piernas y brazos, por no decir claramente que como animalillo de carga. Esta gran especialización suponía que mi estado natural era estar yendo de un lado para otro con las manos ocupadas con todo tipo de achiperres como miras, jalones, trípodes, aparatos topográficos, etc, de forma que no tenía manera de llevar conmigo ningún objeto personal. Como los planes era presentarme a los exámenes de cuarto estudiando por mi cuenta y alguna clase particular de refuerzo, mi madre me hizo una cazadora de mahón azul con un inmenso bolsillo interior que ocupaba todo el lateral izquierdo de la prenda y que permitía meter un libro de texto sin doblarlo y el bocadillo. Una perfecta conjunción de ciencia y subsistencia. La mayor parte de los días el libro volvía para casa abierto por la misma página, pero del bocadillo no regresaban ni las migas pues estaba en pleno crecimiento y el tute a que nos sometían a diario requería reponer fuerzas. Aunque trabajamos con mayor intensidad en la zona entre Villarino y la estación de Villablino donde llegaría la cola del pantano de Las Rozas, hacíamos incursiones frecuentes en Palacios, Matalavilla y Salientes y Susañe, creo que aún territorio de Laciana aunque la morfología de los montes y la vegetación me parecieran bastante diferentes. En todos los lugares la rutina era siempre la misma. Primero los topógrafos establecían los vértices de triangulación y definían una base medida escrupulosamente, para pasar luego a los trabajos más de detalle como los taquimétricos y nivelaciones. Esta segunda fase era realizada por un equipo de segundo nivel donde ya no solía haber topógrafos. Éramos una cuadrilla de seis o siete personas que pisoteábamos palmo a palmo la zona de la que había que levantar los planos. Nos desplazábamos en un Land Rover carretera de Ponferrada abajo, donde nuestros culos llevaban a diario la cuenta de baches que Garrido el conductor, experto en mujeres y buen catador de cazalla, no podía sortear. Llegados al destino, Garrido se aposentaba en el bar más próximo para averiguar si la altitud del pueblo había introducido en la cazalla El Clavel algún matiz diferenciador y ver si podía liar la hebra con alguna moza. A la vuelta, caliente por sus indagaciones libatorias y galantes, aprovecharía para avergonzarnos a Parrilla y a mí, tiernos como pan recién salido del horno, preguntándonos si sabíamos la diferencia entre cazar un conejo de monte o uno de pueblo, mientras hacía signos ostensibles de cómo proceder en cada caso soltando las manos del volante y riéndose con voz aguardentosa. Lo del conejo de monte nos lo aclaraba dando mandobles sobre las imaginarias orejas de un conejo. El gesto para rematar al otro espécimen, no es reproducible así como nuestras caras de bochorno. El número de baches en los que caían las ruedas del todoterreno a la vuelta, superaba con creces los que habíamos contado por la mañana y Parrilla y yo llegábamos a Villablino con los muslos morados del golpeteo de los teodolitos que llevábamos en el regazo como si fueran bebés. De vez en cuando era necesario establecer nuevos hitos topográficos para extender el área de actuación. Había que hacer un hoyo en el suelo y situar verticalmente en su centro un trozo de tubo que sujetaría un jalón, afirmándolo con cemento y piedras. Y estos hitos había que ponerlos por todas partes, en el valle, en las laderas y en los picos. Entonces no había mochilas por lo que había que llevar un cubo con el cemento mezclado con arena, el tubo, la paleta de albañil y agua en la cantimplora para amasar el cemento. El caldero al uso entonces era de cinc, con un reborde en la parte de abajo que se hundía en el hombro como un cuchillo. Toda la impedimenta, incluido libro y bocadillo, podía pesar unos quince o veinte kilos. Y había que tener muy presente a lo largo de todo el camino que podía tropezar y caerme, pero el cubo no debía volcarse ya que sin cemento no había hito. Y con toda aquella impedimenta había que subir monte arriba, casi sin manos para agarrarse a las matas o a las rocas y habitualmente sin conocer cuál era el mejor camino que hubiera tomado sin dudar de haber sido un lugareño. Para suplir la falta de conocimiento del terreno, me plantaba unos minutos ante la ladera intentando discernir cual sería la mejor ruta y tomando, las más de las veces, decisiones equivocadas. Como decidir subir ladera arriba por las pedrizas de cuarcita que había por la zona de Palacios del Sil. Mostraban un camino despejado de árboles hasta la cumbre, el atajo ideal. Pero escondían la dificultad para transitar por ellas que dejaría claro lo acertado del dicho «no hay atajo sin trabajo«. No recuerdo algo más penoso que intentar avanzar por las pedrizas de cuarcita suelta, pues avanzabas un paso y retrocedías medio al hundirse el pie en las piedras que se deslizaban hacia atrás. A fuerza de riñones y de jurar, avanzaba poco a poco mientras el cubo se me clavaba en el hombro, de forma que cada diez minutos tenía que cambiarlo de lado. Me terciaba en el hombro la cazadora, con libro y bocadillo incluidos, para aminorar aquella cuchilla que me partía el hombro en dos. Llegar arriba era un milagro y casi sin descansar tenía que ponerme a hacer el hoyo, amasar el cemento, colocar el tubo bien vertical y finalmente llegaba el momento del «Puag!, otro bocadillo de tortilla», que además tenía que comerme a palo seco pues todo el agua de la cantimplora se había ido en hacer la pasta de cemento. Recuerdo que en los altos de Palacios buscando alguna fuente encontré unos manzanos silvestres y creí que sus frutos me ayudarían a sacarme algo del secaño que me había dejado el bocadillo. En mala hora se me ocurrió hincarle el diente a manzanas de aspecto tan apetitoso, pero que resultaron ser lo más amargo que he probado nunca. Todo lo malo que las pedrizas habían sido para subir al alto, se volvía ventaja en el descenso ya que un paso normal se convertía en un deslizamiento de metro y medio hacía abajo, aún a costa de buenos destrozos en el calzado. Ya sólo quedaba que al día siguiente lloviera para no tener que salir al campo y poder recuperarme de la paliza alrededor del tablero donde Dugi Almarza sacaba a la luz mediante curvas de nivel las vallinas y los montículos que habíamos pateado días antes por el campo. Si sucedía así, ese día comería en casa algo caliente que aliviaría mi empacho de bocadillos de tortilla francesa. Dejé el trabajo cuando fui incapaz de aprobar cuarto de bachillerato por lo poco que estudié en aquellos libros asolados de lamparones de grasa de bocadillo, en los escasos momentos de asueto que me dejaba aquel trajín de peón. No fueron suficientes las clases particulares con don José Boves, con Jesús Bances y con Barajas, el administrativo del INI, discreto y culto, que me pagaba treinta pesetas por cada día de trabajo en el INI y que también me ayudaba a localizar los ablativos absolutos en las traducciones de latín. Rendidos a la evidencia de que así no acabaría los estudios nunca, dejé de trabajar en la época en que una extraña máquina, que llamaban excavadora, empezaba a desbrozar la zona donde iría el cierre de la presa de Villarino. Arrinconé la cazadora de mahón que servía de porta libros y bocadillos, me reintegré a la Academia Carrasconte muy agradecido de comer todos los días en casa y solo eché en falta las tertulias alrededor del tablero de dibujo de Dugi Almarza.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Imagen tomada de: altosil.blogspot.com.es

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

Reencuentro en La Majúa (¿diré don o tú?)

Cabras en La Majúa, sorbiendo la brisa que sube hacía el puerto de Ventana.

Cabras en La Majúa, sorbiendo la brisa que sube hacía el puerto de Ventana.

Este verano he cumplido con el rito anual de visitar a mi madre durante su cita veraniega con su tierra, Omaña. Han sido cuatro días escasos en Vegarienza para reencontrarme con los paisajes, sabores, olores y recuerdos compartidos con mi madre, sus hermanas y mis primas las de tía Blanca. El río Omaña sigue sonando cantarín a escasos metros, como siempre, aunque algo más opaco por la cantidad de árboles y arbustos que lo orillan y que ya nadie entresaca. El cielo por la noche sigue tan espectacular como siempre y cuesta creer que tan ingente número de estrellas siga alejándose sin descanso, de tan apelotonadas como se perciben. No estoy seguro que los físicos que teorizan sobre el Big Bang sepan lo que dicen y si se atreverían a seguir afirmándolo tras una noche observando el incendio de estrellas del cielo omañés, que se apelmaza en la Vía Láctea. Aun habiendo pasado yo por la facultad de Físicas, este espectáculo nocturno me hace renegar de semejante teoría pues cada vez las veo más juntas. Durante el último año que he dedicado a escribir este blog, mi alma mestiza de omañés y lacianiego ha tenido muchos reencuentros virtuales con bastante gente que conocí y de los que he hablado en alguno de los post (ver Bien pagao). Todos han sido gratificantes e inesperados, pero ninguno me ha emocionado tanto como saber que mi profesor de bachillerato, don Calixto, leía mis recuerdos en compañía de su mujer Costa, alumna suya y condiscípula mía, a cuyas dotes de bailarina me había referido cariñosamente en un post (ver Coplillas de ciego), sin pensar que quizá algún día lo leería. Gentilmente me sugirieron que les gustaría que nos viéramos en La Majúa donde Costa decía que tenían dos nogales, no tan espectaculares como la nogal de Recaredo de Villablino, pero igual de frescos y amparadores. Rumié durante tiempo si sería mejor mantener en la memoria un don Calixto joven, vigoroso y muy confianzudo con sus alumnos de dieciséis años, o reemplazarla por la de un viejecito cerca de los ochenta, probablemente achacoso y que se ayudaría de un bastón para caminar. Ya en Vegarienza, a un tiro largo de piedra de La Majúa, me pareció desconsiderado no atender su invitación y me puse en camino. Mientras recorría el camino, observando lo deteriorada que está la carretera entre la Magdalena y el puente sobre el pantano, no dejaba de pensar en cómo me encontraría a la pareja que no veía desde tanto tiempo atrás y preguntarme si no estaría vulnerando el principio de no revisar aquello de lo que tienes buen recuerdo. La carretera depauperada y sus pretiles arrasados por el sol y la lluvia parecían una premonición funesta del irresponsable salto atrás en el tiempo que iba a hacer. Afortunadamente, nada más superar el puente de la autovía empecé a rodar sobre una carretera bien asfaltada y señalizada que me insufló un cierto optimismo sobre la experiencia próxima. La Majúa es un pueblo babiano camino del puerto de Ventana, y por tanto en ligera pero continúa pendiente, que aún mantiene actividad ganadera y agradecí sobremanera el ligero olor a boñiga, tan ausente en Omaña desde hace tiempo, que se percibía en algún tramo de la carretera por donde habían pasado las vacas recientemente. La pareja no estaba en casa pues, según me dijo una vecina, habían salido a caminar. Tras preguntar a varios vecinos, los encontré en la cimera del pueblo a la sombra de un manzano en casa de un hermano de don Calixto. Me reconocieron tras unos instantes de extrañeza, esos momentos de confusión ante las visitas inesperadas, los mismos que tardé yo en percatarme que el hombre que tenía delante de viejecito nada de nada y que quizá era yo el peor tratado por los años. Delante de mí tenía a la pareja sobre la que, cuando eran profesor y alumna, algunas veces habíamos sospechado los demás compañeros de Costa que entre ellos había alguna corriente de agrado o simpatía que excedía lo normal. Costa estaba guapa, sonriente, sin rastro de la timidez con que yo la recordaba a los quince o dieciséis años, cuando hacíamos quinto de bachillerato en la Academia Carrasconte. A su lado, con el aspecto inmejorable que el aire de Babia da a sus gentes y que me resultaba familiar por tantos compañeros babianos como tuve en la Academia, derecho como una vela, estaba nuestro profesor de Química, Física y Matemáticas, don Calixto, culpable de que yo estudiase para físico. La misma mirada pícara que ponía cuando en clase contrarrestaba con mano izquierda alguna broma nuestra, en vez de echar mano del escalafón. Ya en su casa, en el centro de lo que debió ser un extenso prado en pendiente hacía el río, Costa me enseñó dos nogales jóvenes de los que había presumido en un comentario al post «La Nogal de Recaredo«, los numerosos frutales y una extensa huerta que ellos mismos cultivan. Quizás la gimnasia con la azada, algo de golf y la buena raza babiana fueran los responsables del buen aspecto físico de Calixto. En la cuesta que arrancaba de la linde de la finca con el camino, se podía ver algunas cabras y cigüeñas encaramadas en unos picurutos calizos, a la búsqueda de la escasa brisa que subía hacía el puerto en aquel día caluroso de Julio. Estaban tan inmóviles, que me costó distinguir si eran de verdad o de cartón piedra. Supe que Costa había hecho Magisterio y Calixto terminó siendo catedrático de instituto, con lo que entre los dos habrán desborricado e ilustrado a miles de chavales, entre los que me encontraba yo. Mientras Calixto bajaba las escaleras con aplomo de buen mozo a por una botella de vino para acompañar un piscolabis que prepararon en un momento, no pude aguantarme preguntar a Costa si sabía lo que hablábamos sus compañeros de clase en la Academia Carrasconte sobre ellos dos. Me dijo que no y me resumió cómo iniciaron las relaciones al poco de dejar ella de ser su alumna. Fantástico el final de la historia y estupenda nuestra intuición de condiscípulos de Costa. Tras una charla un poco apresurada, pues yo había llegado muy tarde y debía estar a la hora de comer en Vegarienza, dejé La Majúa con la sensación de que Calixto y Costa formaban una pareja envidiable. Durante el viaje de vuelta aún mantenía la sensación de extrañeza por haber tratado de tú a don Calixto, mi profesor de bachillerato, y cómo tan solo una hora de viaje en coche había materializado en positivo la imagen que me había hecho de esta pareja durante más de cincuenta años. Debió ser mi arterioesclerosis mental y la poca fe que yo tengo en los viajes hacia atrás en el tiempo. Le deseo a esta querida pareja sigan así durante muchos años, que yo seguiré con mi sana envidia por lo vislumbrado.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Imagen tomada por: Calixto Álvarez

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada

La cuesta de la estación (abordaje a las máquinas rodantes)

Placa en Murias de Paredes conminando a los conductores a poner sus vehículos a la velocidad de los viandantes.

Placa en Murias de Paredes conminando a los conductores a poner sus vehículos a la velocidad de los viandantes.

Cada vez que me veo obligado a parar el coche en el arcén de una autovía, el turbonazo de aire que desplazan los coches a gran velocidad me recuerda que me estoy jugando la vida. Esa misma velocidad que no se percibe si vas al volante, cuando eres un viandante te parece desproporcionada, poco humana, y pone en evidencia que los caminantes y los vehículos ocupan dos mundos distintos, como paralelos, que cuando se cruzan suele resultar fatal para los de a pie. En mi época de chaval, los vehículos y las personas convivíamos en el mismo espacio casi sin molestarnos. Las calles podían cruzarse por cualquier parte, los conductores sabían que estaban invadiendo territorio ajeno y solían ser bastante pacientes y considerados aunque algunos empezaban a reclamar su espacio tirando de bocina. En los puntos de conflicto de algunas ciudades como León o Ponferrada aún sin semáforos, el guardia urbano con su casco y manoplones blancos, un espectáculo imposible de pasar por alto, decidía cuando pasaban los coches y cuando los viandantes, todavía en un tono amable y sin conflictos. En los pueblos los vehículos aún no resultaban molestos y a veces se tomaban como una oportunidad para divertirse o ahorrarse una caminata, pues eran muy asequibles sobre todo cuesta arriba. Cuando llegué a Villablino en 1954 ya me había desconchado muchas veces las rodillas en Roa de Duero al tirarme en marcha de la parte de atrás del coche del médico, al que nos subíamos cada vez que lo encontrábamos subiendo una cuestecita donde aminoraba su velocidad de forma importante. Era un coche negro con la rueda de repuesto colocada en la parte de atrás, que utilizábamos de asidero hasta subir los pies al parachoques trasero al que arruinábamos el niquelado con nuestras botas llenas de barro. El conductor no se enteraba que llevaba un polizón, pues las ventanillas eran muy pequeñas, no tenía espejo retrovisor y solo se percataba de lo que sucedía delante de su parabrisas. Subir era relativamente fácil, pero complicado tirarse en marcha si te entretenías lo suficiente como para que el coche se embalase remontada la cuesta. La baja velocidad y la ausencia de visibilidad hacía atrás, propiciaba que los peatones «abusáramos» de las máquinas rodantes. En esta época aparecieron en Villablino las isocarros y recuerdo como le echábamos carrerillas a Ferreras cuando él iba empujando a su moto, cargada hasta los topes de carbón, con la mente y rezando para que no se le parase en mitad de la cuesta. Aquella velocidad de isocarros y camiones, tan próxima a la humana cuando llegaban a las cuestas, facilitaba que algunos chavales en bici se engancharan a las cajas de los camiones cuando pasaban por su lado y así subir sin esfuerzo las curvas que subían desde Rioscuro o la cuesta de la estación. O si coincidías con el autobús de Beltrán cuando casi se paraba, no había ningún reparo en subirse a las escalerillas traseras para ahorrarte una caminata hasta el bar Aída, donde te apeabas como si tal cosa. Las cuestas igualaban la velocidad de las máquinas y las personas y los descerebrados nos aprovechábamos de ello sin parar mientes en el riesgo que corríamos. Yo era un ciclista que asumía que las cuestas había que subirlas a base de piernas y pulmones y las afrontaba estoicamente intentando no tener que echar pie a tierra. Y así era casi siempre menos con la cuesta de la estación. La empezaba con furia, embalando la bicicleta en la plazuela de la estación y me iba desinflando poco a poco hasta que cerca de arriba, antes de llegar a la zapatería de Rouco, me apeaba mientras apretaba el freno para evitar que la bicicleta se escurriese hacía atrás y a menudo bajando la cabeza avergonzado si había alguien observando. Aquella cuesta me minaba la moral. Vez tras vez fracasaba en mi empeño mientras veía como algunos chavales la subían tan ricamente, enganchados a la caja de algún camión que se atrevía a trepar por aquel muro. Yo despreciaba a aquellos ciclistas ventajistas, mientras seguía estrellándome una y otra vez contra la cuesta por mi falta de fuerza. Pero igual que la virtud de un anacoreta dura hasta que se topa con una doncella maciza, yo empecé a pensar que aquella cuesta me la subiría con la gorra si en vez de tanto bache y piedra suelta, a causa de las torrenteras que formaban las lluvias, estuviera bien asfaltada. Que si la bicicleta de Correos que yo usaba era muy pesada, que el problema no estaba en la pendiente sino en las piedras, que si la cuesta acabara cincuenta metros antes estaría chupado, que la gravedad en Villablino tenía muy mala leche,….. Cuando se empieza a echarle la culpa a la gravedad, estaba claro que no tardaría en sucumbir a la tentación de dejarme ayudar un poco para vencer aquella cuesta y pronto empecé a preguntarme si tendría valor para agarrarme a algún saliente de la caja de un camión y si sería capaz de controlar con la otra mano la trayectoria de la bicicleta que saltaría entre las piedras sueltas que abundaban en los bordes de aquella carretera sin asfaltar y tan estrecha que a duras penas cabía el camión. Me atreví a hacerlo después de fijarme como lo hacían otros chavales, algunos de los cuales consideraba que eran peores ciclistas que yo. Dejé pasar bastantes camiones por mi lado hasta un día que, con la insensatez subida de tono, respiré hondo y me enganché a un saliente de la caja, con el sillín bien apretado entre los carrillos del culo, los pies firmemente puestos en los pedales a media altura y sin mirar a las ruedas del camión que proyectaban las piedras sueltas hacía la cuneta, intentando gobernar el manillar con firmeza pero con flexibilidad y preocupado solamente de por dónde iba la rueda delantera de la bici para controlar los rebotes en el suelo. De vez en cuando miraba fugazmente hacía adelante para no pasar por encima de algún caminante o caer en un agujero, mientras me preparaba para soltar el asidero en el momento oportuno. Las congojas en todo lo alto y la adrenalina a tope. Al llegar a la altura de la zapatería de Rouco me soltaba del asidero, adornándome con unas pedaladas sin esfuerzo aprovechando el último impulso del camión y teniendo cuidado de no enfilar el camino que bajaba hacía la bocamina del Travesal. A la sensación de alivio al separarme del camión se superponía el regusto desasosegante de los triunfos tramposos. Había cambiado el esfuerzo por el riesgo, venciendo a la cuesta de la estación fraudulentamente. Así empezamos claudicando de los principios y terminamos subiendo al Everest con bombona de oxígeno y subidos en la chepa de un serpa. Aunque respirase aliviado en su parte alta, sabía que la cuesta de la estación me había vencido nuevamente. No sé si fue por miedo o por ese poso de disgusto que dejan las actitudes tramposas, coincidiendo que me hice amigo de Juanjo «el Polisia» deje de subir la cuesta de la estación, dopado con camionina, y me dediqué durante un tiempo a tirarme en marcha del tren en la recta de Rabanal (ver Villablino territorio comanche), otra muestra más de la falta de respeto que teníamos a los ingenios rodantes de la época. Hasta a los más inconscientes hay un momento que se les enciende el piloto rojo que les impide ir más allá y pronto dejamos de abordar a los vehículos con los que convivíamos. Pero como la cabra tira al monte, años más tarde me vi alguna vez yendo desde Moncloa a Paraninfo sujeto con una mano al asidero de la plataforma del autobús, lleno a rebosar, mientras con la otra mano sujetaba los libros y sintiendo como los coches casi nos rozaban la espalda. Ahora los coches van como centellas y no tienen ni un resalte del que agarrarse, por lo que los descerebrados de hoy se dedican al puenting y otros deportes extremos. Hoy los coches nos han desplazado totalmente de los caminos, que se denominan carreteras y autovías, y yo mismo soy un conductor pausado que hasta se asusta de los coches cuando camino por la acera. Quién me ha visto y quién me ve.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Autor de la fotografía: A. de la Villa

EGªCalzada
Autor: Emilio García de la Calzada